Alberto Marcos

 

 

La vida en obras

 

 

 

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Alberto Marcos, La vida en obras

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN: 978-84-8393-507-1

 

© Alberto Marcos, 2013

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 189

 

 

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A mi sobrino Jorge

I

Monopoly

 

La señora Villanueva es nuestra vecina del chalé de al lado. Encerraron a su marido en la cárcel, aunque no le han quitado la casa. Los coches sí (ni siquiera hay rastro del chófer), y, según mamá, muchas de las joyas. Ella sabrá, yo no me fijo en las joyas. En cambio, me fijo en sus dos hijos gemelos. Por las mañanas, el chófer los llevaba al colegio en uno de los coches. El colegio está a unos quinientos metros de casa, y más de una vez estuve a punto de pedirles si podían llevarme a mí también. Nunca me atreví, pero ahora eso no importa demasiado. A los chicos César y Alonso– ya no les veo en el patio. Supongo que los habrán cambiado de colegio. Son cinco años más pequeños que yo. Por eso me compadezco de ellos y pienso en lo mal que lo deben de estar pasando. Hace unas semanas les envidiaba, y ahora me dan pena. Antes odiaba tener que ir andando al colegio, ahora pienso que es mejor que tu padre esté siempre de viaje, como el mío, a que esté en la cárcel.

Después de que metieran en la cárcel al padre de César y Alonso, la señora Villanueva se compró un perro, uno de esos grandes, un pastor alemán. Para sentirse menos sola, dice mamá.

 

Mamá odia que me quede en casa los fines de semana. Dice que estudio demasiado, pero si no estudiara así sería imposible traer tantos sobresalientes. Ya he conseguido sacar todo sobresalientes en dos evaluaciones seguidas. Menos en deporte, claro. Intento salir más. Me llama Bosco o Andrés y salimos al centro comercial o a alguno de sus chalés y vemos una peli. Aunque normalmente no sucede eso.

–¿Hoy no sales? –me pregunta mamá–. Es sábado. ¿No hacen nada tus amigos?

–No sé, no me han llamado.

–¿Y por qué no los llamas tú?

Entonces me encojo de hombros y ella gruñe.

–Esto no puede seguir así, Juan Carlos, te falta muy poco para cumplir quince años y no es propio de los chicos de tu edad que te pases todo el día encerrado.

–Sí, mamá.

Y cierra la puerta de mi cuarto, se va a la cocina a prepararse un gintónic. Así, casi todos los fines de semana.

Hoy es sábado. Preparo espaguetis con tomate y los como en el salón, veo la tele. Mamá no se ha levantado todavía. Debió de llegar tarde porque no escuché la puerta del garaje ni el motor de su todoterreno. Subo las escaleras y me acerco a su dormitorio pisando las alfombras para que no me oiga. Pego la oreja a la puerta y escucho gritos ahogados. El cabecero de la cama golpea la pared. Sé lo que está pasando ahí dentro. No es la primera vez. Acaricio la madera pintada de blanco con las yemas de los dedos hasta que no puedo soportarlo más. Después, voy a la cocina y guardo los espaguetis que han sobrado en un táper. Regreso al salón y cojo el teléfono. Marco el número de Bosco.

–¿Sí? –escucho al otro lado de la línea.

–Hola, Bosco, soy yo, Juan Carlos.

Hay una pausa. Las cosas del salón, los marcos, los jarrones, las figuras de porcelana, me rodean, no quieren perderse el desarrollo de los acontecimientos. Uno de esos objetos es el costurero de mamá. Se lo ha dejado abierto en una de las mesillas auxiliares. El filo de unas tijeras de costura brilla entre los carretes de hilo y las pequeñas bolsas con botones sin dueño.

–Juan Carlos... –dice Bosco por fin–. Hola, ¿qué te cuentas?

–Nada en especial –contesto–. Me preguntaba si ibas a hacer algo esta tarde.

–¿Esta tarde? Pues no sé, no he hablado con nadie. Supongo que... No sé qué haré, la verdad. Tengo mucho que estudiar.

–¡No irás a estudiar un sábado! –digo.

–No, claro que no. Voy a hablar con Andrés, si hacemos algo, te pego un toque.

Cuelga.

Sé lo que está pensando, no soy tonto. Empiezo a dar vueltas por el salón y, de vez en cuando, miro al techo como si tuviera visión infrarroja. No puedo evitar acercarme a la escalera para ver si escucho algo. Finalmente, salgo al jardín. Hace calor. Me asomo a la piscina de la comunidad, unos hombres con mono azul, latinoamericanos, meten un tubo grande en el agua verdosa para drenarla, como hacen todos los años. A mi derecha, escucho un ladrido. Desde el otro lado de la valla metálica, el pastor alemán de la señora Villanueva me observa con sus ojos verdes. Me recuerdan a la superficie de un lago. Mueve el rabo y jadea. De su lengua grande y rosa caen espesos chorros de baba. Vuelve a ladrar en mi dirección como si quisiera que yo captara algo. Miro hacia mi casa y veo a un hombre con el torso desnudo asomado a uno de los balcones, el de la habitación de papá y mamá, pone los dedos sobre los ojos a modo de visera y se queda mirando el lugar donde yo estoy. El perro sigue babeando y moviendo el rabo.

Entro en el salón y llamo a Andrés por teléfono. Contesta al instante.

–Hola, soy Juan Carlos. Me preguntaba si tenéis algún plan para esta tarde.

–Vamos a quedar donde Sandra –dice.

–¿Bosco sabe que vais a casa de Sandra? –pregunto.

–Claro, él me llamó esta mañana para decírmelo... –Deja de hablar de repente, ha metido la pata–. Aunque puede ser que me lo dijera ella. No sé si...

Duda. Me da igual lo que esté pensando.

–Conozco la dirección de Sandra –digo–. ¿A qué hora os pasaréis por allí?

 

Son las seis y hago tiempo hasta que sean las ocho. En el piso de arriba, alguien se da una ducha. Mamá no ha salido del dormitorio en todo el día. Yo vuelvo al jardín. En la piscina, casi vacía, los operarios se han puesto unas botas de agua y han bajado al fondo. Uno limpia el desagüe con una mascarilla, otros dos frotan los azulejos con largos cepillos. Me pregunto por qué trabajan un sábado. Me pregunto dónde estarán sus familias. El pastor alemán de la señora Villanueva sigue pegado a la valla. Está tumbado en el césped, con la cabeza apoyada en las patas delanteras. Sus ojos acuosos miran alternativamente a los operarios y a mí. Bosteza. Me gustaría volver a entrar en casa, pero oigo ruido de cacharros en la cocina, de platos sobre la encimera y hielo que se vuelca en cristal. Alguien ríe.

Camino hasta casa de Sandra; no está lejos del colegio. Ella misma me abre una pesada verja con timbre electrónico. Lleva el pelo castaño suelto y unos vaqueros ceñidos. No se sorprende al verme. De hecho, casi parece estar esperándome.

–Hola. Tú eres Juan Carlos, ¿no? Pasa, estamos en el porche.

Ya nos hemos visto en varias ocasiones, pero yo también hago como que la saludo por primera vez. Bordeamos una casa grande de ladrillo rojo; detrás hay un jardín con el césped recortado y una piscina privada con forma de riñón. En el porche veo a Bosco, a Andrés, y a otra chica de pelo rizado y pelirrojo, que no conozco. Se han repartido por unos sofás colocados delante de una mesa baja de cristal. Sobre la mesa hay una botella de JB, cocacola, vasos, hielo y patatas fritas. Todos dicen hola.

–¿Quieres una copa? –pregunta Sandra.

–Sólo cocacola –respondo.

Me prepara la bebida. Desde uno de los sofás, Andrés y la chica pelirroja murmuran y ríen en voz baja. Bosco me dedica una sonrisa socarrona.

–¿Y qué tal, Juan Carlos?

–Bien –respondo yo.

Bosco se dirige a las chicas:

–Juan Carlos es un compañero nuestro de clase. Su padre es directivo en una discográfica. Está forrado.

La chica pelirroja levanta las cejas.

–¿En serio? ¿Conoce a gente famosa?

–Supongo. –Bebo un sorbo de cocacola. Está muy fría.

Sandra y la chica pelirroja intercambian miradas.

–¿No sabes con quién trabaja tu padre? –pregunta Sandra.

Me encojo de hombros. La verdad es que no pienso mucho en lo que hace mi padre. Y no creo que dar explicaciones sea apropiado.

–Ojalá mi padre trabajara en una discográfica –dice la chica pelirroja–. Conciertos gratis, pases vip... ¿Te imaginas entrar en el camerino de Alejandro Sanz y pillarle en calzoncillos?

Sandra y ella ríen hasta quedarse sin aliento. Bosco y Andrés las observan, sin saber muy bien si unirse a las risas o continuar la gracia. A mí me viene la imagen del torso desnudo del amigo de mi madre. Cuando las cosas se calman, Andrés echa el cuerpo hacia adelante, apoya los antebrazos sobre los muslos y, sin soltar la copa, mira a la chica pelirroja.

–¿Y qué haces aquí en Madrid? –pregunta, enarcando una ceja.

 

Pasa el tiempo y yo no abro la boca. Después del tema de mi padre, nadie vuelve a dirigirse a mí. Me entero de que la chica pelirroja se llama Eva. Comprendo que Bosco y Andrés estaban esperando este día con ganas porque por fin iban a conocer a la amiga buenorra de Sandra. Cuando se acaba la botella de JB, Sandra explica que no puede sacar más porque sus padres se darían cuenta. El sol se ha escondido tras las arizónicas que bordean la parcela. Después de varios siseos, los aspersores del jardín se ponen en funcionamiento.

Bosco apura su copa y pregunta:

–¿Por qué no salimos esta noche por ahí?

–No podemos –dice Sandra–. ¿Y si vuelven mis padres?

–Si cogemos un taxi no tardaremos mucho.

–Tendríamos que coger dos taxis –corrige Andrés.

Está claro que lo dice por mí. Los demás miran sus vasos vacíos. Una brisa helada provocada por el riego automático invade el porche.

–El otro día ocurrió algo terrible en el metro –digo de repente. Pero mi voz suena lejana. Bosco y Andrés, Sandra y la chica pelirroja se miran como si fuera el sofá de teca el que se hubiera puesto a hablar–. Lo vi en las noticias. Una mujer subía un trecho de las escaleras mecánicas cuando el escalón en el que estaba se hundió y quedó atrapada por la cintura. El mecanismo no se detuvo y las escaleras continuaron subiendo. La mujer empezó a gritar, pero nadie podía hacer nada. Cuando llegó al final, las escaleras cortaron limpiamente su cuerpo en dos.

–Joder –murmura la pelirroja.

Nadie dice nada, sólo se oye el coro de silbidos de los aspersores. Finalmente, la chica pelirroja dice que va al baño. Abre un ventanal del porche y entra en la casa. Veo cómo abre una puerta al final del salón.

–Será mejor que no salgamos –dice Sandra–. Podemos quedarnos aquí más tiempo. Podemos pedir unas pizzas.

–¿Alquilamos una peli? –propone Bosco.

–¿Por qué no jugamos al monopoly? –pregunto yo.

–¿Al monopoly? –repite Sandra.

–Acabo de ver que lo tienes en una de las estanterías del salón.

–Menudo coñazo –protesta Andrés.

En ese momento, suena el teléfono y Sandra se levanta para responderlo. Se cruza con la chica pelirroja que vuelve del baño.

–Bueno, bueno –dice mientras se sienta y mira a Andrés de soslayo–, ¿y ahora qué?

–Voy a llamar a mi madre –digo–. Será mejor que le avise que voy a llegar tarde.

La chica pelirroja ha puesto los ojos en blanco al oírme. Me da igual, tengo que llamar a mamá. Me levanto y saco mi móvil del bolsillo. Me alejo un poco y espero hasta el quinto tono.

–¿Sí? –escucho.

–Soy yo. Quería decirte que llegaré bien entrada la noche. Estoy en casa de Sandra. Con Bosco y con Andrés, y una chica pelirroja que se llama Eva.

–Eso está muy bien. Procura no montar escándalo cuando llegues.

–De acuerdo, mamá. Adiós.

Vuelvo al porche y me quedo allí, de pie, esperando. Sandra acaba de colgar el teléfono.

–Chicos –dice–, se acabaron los planes. Mi madre ha tenido un desmayo en el teatro y han cancelado la cena. Vienen para acá.

–¿Qué? –exclamo. Todos se vuelven hacia mí. Sigo con el móvil en la mano–. Acabo de decirle a mi madre que llegaría tarde.

–Pues parece que la noche se ha terminado –dice Bosco y me sonríe con condescendencia.

–Eso parece –afirma Andrés.

Me siento un poco estúpido.

–Os acompañamos a la puerta –dice Sandra.

Andamos por el sendero de piedra que rodea el chalé. Los aspersores se han apagado y el césped está húmedo. Siento un nudo en el estómago. Sigo sin creer que aquí acabe todo, no puedo hacerme a la idea de que tengo que volver a casa. Detrás de mí, Andrés y Bosco dicen algo sobre un partido de fútbol que jugarán al día siguiente. Delante, Sandra y su amiga cuchichean. De repente, cuando llegamos a la verja, la chica pelirroja suelta una carcajada por algo que ha dicho Sandra. A esa carcajada le siguen otras. Sandra la mira, satisfecha por algo. La pelirroja tiene tal ataque que se agarra con los dos brazos el abdomen; las mejillas se le llenan de lágrimas.

–¿Estáis locas? –pregunta Andrés. Y empieza a reírse también. Y después se unen Bosco y Sandra. Sus risas lo invaden todo. Aprieto los labios y agarro el tirador de la verja.

 

Paso por delante de la entrada de la señora Villanueva de camino a casa. Me pregunto qué estarán haciendo los gemelos César y Alonso en estos momentos. Qué harán dos niños como ellos en una noche de sábado. ¿Los habrá llevado su madre al cine y a comer una hamburguesa? Estarán lejos de la urbanización en la que vivimos, donde vamos al colegio, donde sólo hay un sitio en el que comprar el pan. Donde las calles forman un laberinto de parcelas con jardines y casas y piscinas.

En eso pienso cuando entro en casa con cuidado de no hacer tintinear las llaves. En el recibidor silencioso, todavía flota el perfume de mamá. En el fregadero, hay cubiertos y platos manchados de tomate. En el táper ni rastro de los espaguetis. Limón, y una botella de ginebra casi vacía. Mientras lo recojo todo, me parece que la madera cruje en el piso de arriba. A continuación, preparo un sándwich de jamón y queso del que no me como ni la mitad. La cabeza me da vueltas, necesito aire, necesito un espacio más amplio donde poder respirar.

Escucho un ladrido. Las tijeras de costura brillan a la luz de la luna que se cuela por los ventanales del porche. Sin saber por qué, las cojo y salgo al jardín. Cerca de la valla metálica está el pastor alemán de la señora Villanueva. Da la impresión de que no se ha movido de ahí en todo el día. Al verme, ladra a modo de saludo. Después, empieza a jadear, se acerca moviendo el rabo y se queda mirándome con esos ojos profundos que parecen entenderlo todo. Entonces, aprieto las tijeras por el mango y de un golpe rápido las hundo en uno de sus ojos. El perro gime y trastabilla hacia atrás. Antes de la sangre, surge un chorro de un líquido transparente de su cuenca ocular, como si el lago se vaciara por la rotura de una presa. Cae al suelo, el vientre sube y baja, pero ya no gime. Sólo respira entrecortadamente, como si se estuviera ahogando. En unos segundos ya nada se mueve, la lengua flácida entre los colmillos.

La piscina está reluciente, lista para que la llenen con agua limpia y cloro. El verano comienza el lunes.

Procuro no hacer ruido al subir las escaleras. Ya en mi cuarto, saco del armario mi viejo monopoly. Preparo el tablero en el suelo. Escojo cinco de las figuritas plateadas. No recuerdo cuál de ellas ganó la última vez. El juego comienza y sigo ordenadamente los turnos. Pronto, todo se llena de billetes falsos y de pequeñas casas de plástico rojas y verdes.

Silvia y yo

 

Me han regalado unas gafas de sol como las que llevan los chicos de mi clase. Son negras, alargadas, afilan la cara y te hacen más agresivo. O más interesante, no sé. El caso es que me da pudor ponérmelas, me siento un criminal, alguien que se esconde. Además, yo siempre he despotricado contra ellas porque nadie las usa para protegerse del sol, sino para ocultar su verdadero yo y transformarse en otra persona. Como cuando intentas desinhibirte bebiendo tres copas seguidas aunque el sabor te repugne.

Estoy vagando por la ciudad. El cielo está tan abierto que la atmósfera me hace daño en los ojos y me parece que los tengo hinchados, como si tuviera gripe. Es un sábado de primavera y la casa estará en silencio durante el fin de semana: mis padres siguen en la finca y mi hermano se ha marchado con unos amigos. He calentado unas sobras que apenas he tocado y he cogido la escúter hasta la parada. Y después de un recorrido en autobús interprovincial de diez minutos, he llegado a la Plaza Castilla. Luego el 27, Castellana abajo hasta Colón, donde la amplitud de espacio me ha relajado. Es la hora de la siesta, así que hay poca gente por la calle, que es lo que yo buscaba. Pero en esta plaza estoy demasiado a la intemperie, ahora me doy cuenta. Era esto o un callejón oscuro e intransitado. Al principio, la estrechez de aceras y portales sórdidos me aterraba y ahora creo que hubiera sido la elección correcta. Claro que todavía puedo buscar uno, a la sombra de los edificios de la gran ciudad, evadido de las miradas de la gente. Y sin embargo aquí estoy, voy a protegerme de una luz que no es dañina, a pavonearme de una seguridad que no tengo como todos los compañeros a los que desprecio.

Sí, hay varios quioscos de prensa, uno en cada esquina de la plaza. Y alguno más allá de los bulevares, calle arriba: en Génova, en Goya. Los rodeo de lejos. Cruzo la avenida y deambulo por el parque. De improviso, tras una de las macroesculturas de hormigón del homenaje al descubrimiento de América, un quiosco se me echa encima. Demasiado próximo, pienso al instante, con las brillantes y coloridas revistas, y la metálica boca abierta ofreciendo los diarios que huelen a papel y tinta. No consigo distinguir al quiosquero, sólo hay una pareja en un banco cercano, ocupados en acariciarse la cara y reír. Aprieto los puños, tengo que atreverme en algún momento, ¿no? Saco del bolsillo de mi cazadora vaquera las gafas de sol y me las pongo.

Mi padre se sorprendió cuando se las pedí por mi cumpleaños y no le culpo. Aunque estará contento con el cambio, supongo. No creo que haya olvidado nuestras antiguas excursiones a El Corte Inglés en busca de regalos, dado que la tradición terminó hace muy poco tiempo. En la planta de juguetes había toda una estantería con los personajes de una serie de dibujos que echaban por la tele en aquel entonces. Eran muñecos de animales del bosque con apariencia humana, aterciopelados, de extremidades articuladas, y, lo mejor de todo, con ropa intercambiable. Y allí estaba mi pobre padre observándome con resignación mientras yo inspeccionaba con detenimiento el pack de la familia de la Ardilla de Cola Gris y después le preguntaba al dependiente con voz grave:

–¿Los accesorios de camisones y pijamas son estándar o vienen con agujeros en la parte posterior para introducir la cola de la ardilla?

Bajando las escaleras mecánicas iba tan contento con mi familia Ardilla Cola Gris debajo del brazo. Y mi padre, detrás de mí, muy callado. Yo no era tonto. Y él tampoco. Pero ninguno de los dos podía decir nada. Yo porque hubiera sido incapaz de explicarle que algo o alguien dentro de mí me impulsaba a jugar con muñecas en vez de a las carreras de coches o al fútbol, él porque debía de morirse de la vergüenza. O porque me quería demasiado para objetar nada.

El chico y la chica del banco han dejado de tocarse. Me miran fijamente y dudo si no he recordado la historia en voz alta. Ella enseguida vuelve a concentrarse en los rasgos de su novio con intensidad y posa lentamente los labios en su mejilla. Él se ríe, se vuelve a ella y se dicen cosas muy bajito con las bocas a un milímetro. ¿De qué se ríen y de qué hablan? Se ríen de mí, de mi cazadora, demasiado cálida para la suave brisa que sopla, de mi andar envarado y nervioso, de mis manos temblando en los bolsillos, de mis gafas de sol que a lo mejor ya no están de moda, que puede que me queden grandes o que tengan la etiqueta colgando de la patilla. Aprieto el paso y me acerco al quiosco mientras mi respiración se acelera. Las publicaciones se van haciendo más nítidas y distingo los periódicos del día, los titulares sobre los próximos Juegos Olímpicos de Barcelona. A los lados, en las puertas batientes, deberían estar los cómics y las revistas del corazón. En las profundidades del quiosco, se oye un gruñido seguido de un bostezo. No me detengo a ver quién se despereza tras el mostrador y sigo andando mientras a mi espalda ya no se escuchan risitas sino un murmullo decreciente.

Me pregunto si ese quiosquero se parecerá en algo al de mi infancia. Los sábados por la mañana mi madre me daba dinero para comprar el pan y el periódico. Recorría la calle en bicicleta con las monedas tintineando en el bolsillo, paraba en la panadería y después me gastaba la paga semanal en colecciones de cromos, tebeos y chucherías en el quiosco de al lado. Él era un hombre corpulento de barba tupida y corta que parecía tatuada, calva prominente y ojos inquisitivos. Ya estaba acostumbrado a su cara de pocos amigos y él a mi entusiasmo cuando le preguntaba por los cómics que habían llegado esa semana o las colecciones nuevas de cromos.

Continúo la carrera como si tuviera muy claro hacia dónde me dirijo. Tuerzo una esquina y encaro la calle Serrano hasta que no puedo más y me apoyo en una farola a recuperar el resuello. Cae la tarde, me doy cuenta de que todavía tengo las gafas puestas así que me las quito deprisa y las hundo en un bolsillo de la cazadora. A mi alrededor, hay personas saliendo de los edificios, con compras, con bolsos, con perros, y parecen resueltas en sus quehaceres. Poco a poco, me incorporo a la corriente de la acera y sigo mi camino procurando no cruzar la mirada con nadie.

Echo de menos la quietud de Colón y maldigo a los jóvenes novios. Si no hubiera sido por ellos, ahora estaría de vuelta en casa. O quizá no, a quién quiero engañar. Me sudan las manos y tengo ganas de gritar de frustración. Me sorbo los mocos y emprendo el camino a Cibeles. Cerrarán los quioscos, debo darme prisa y dejarme de tonterías. Recorreré la Gran Vía. Sí, eso es. Después, cogeré el metro en Callao y todavía podré llegar a casa a tiempo para cenar. Y tendré una noche por delante, yo solo, sin que nadie me moleste.

Aprieto el paso. Una familia de turistas con bermudas y gorras de deporte, una anciana que se protege el cuello con un pañuelo, un chico cuya manga corta descubre costras en los codos, una mujer en un banco jugando con las borlas de su palestina. Algunas de estas personas llevan poca ropa para el frescor que hace, otras todavía se enfundan jerséis y abrigos. Me pregunto si todas ellas se dirigen a algún sitio malvado, si tienen intenciones oscuras, si se encuentran entre la espada y la pared y están a punto de cometer un error que les cambiará la vida. Y si no es así, ¿han tenido que enfrentarse alguna vez a esa situación? ¿Lo han hecho con la cabeza bien alta o con miedo?

Tanto tiempo preparándote… A nadie le importa lo que haces aquí, a nadie le importa que lleves o no la cazadora de borrego y el sudor te ahogue por dentro. A nadie le importa lo que vas a hacer, salvo a ti mismo. Callao está cada vez más cerca, así que más te vale que respires profundo. No conoces bien Madrid, sólo tienes trece años. En el laberinto de calles que hay más allá de las grandes arterias, late la vida real: prostitutas, yonquis, ladrones, vagabundos… No les importas, no te lo echarán en cara si por un momento te transformas en uno de ellos. Quizá hasta les guste la compañía. Y estos ciudadanos… estos ciudadanos que tienen su panadería y su cafetería y su tienda de complementos aquí, en lo más podrido de la ciudad, están acostumbrados a ellos. No les importa. Las primeras veces que cogías la bici e ibas al quiosco, ¿no eran también una aventura? Aprendiste a cruzar la calle cuando el semáforo se ponía en verde, a evitar a los niños gitanos que envidiaban tu bicicleta, a desviar la mirada de los sintecho sin observarles con curiosidad. En eso consistía hacerse mayor, ¿verdad? Tu barrio, misterioso y excitante se ha transformado en una ciudad. Y ha llegado la hora de tener más huevos. ¿No los tuviste en su momento?

Por aquella época, cuando mi cesto de juguetes rebosaba con la granja de Pin y Pon o el establo de Mi Pequeño Pony, y me encargaba de ocultarlos bajo la manta de cuadros si esperaba visitas, sacaron en los quioscos la colección del cromos de la muñeca Barbie. Había ciertos límites que ni mi padre ni yo íbamos a traspasar nunca, por lo que jamás tuve una Barbie, ni ninguna otra muñeca –los animalitos eran inofensivos, casi como los clicks de Famobil–. Así que deseaba las muñecas prohibidas con ansia, pero sabía que nunca podría tenerlas.

Entonces, surgió la siguiente mejor opción: hacer su colección de cromos, Barbie y sus amigos. Las curvas, los peinados, los vestidos, el maquillaje, los viajes, las amigas, los novios, y el rosa, el rosa, el rosa dominándolo todo en un estallido fabuloso de purpurina, como la de las estampitas que las niñas volteaban después de llenar de vaho el cuenco de su mano.

Después de enterarme de la existencia de la colección de cromos de Barbie, esperé al sábado. Amaneció soleado, me monté en mi bicicleta y pedaleé con el plan perfectamente trazado, sin poder disimular la excitación. El ceño fruncido del quiosquero, al que ya estaba acostumbrado, me intimidó esta vez lo suficiente para titubear.

–Buenos días. Quería unos… unos sobres de El coche fantástico.

Rezongó una afirmación y desapareció en las entrañas del quiosco. Ya no me sentía tan valiente como antes. Traté de concentrarme en los peinados, los vestidos, los colores… Estaba aterrado, no quería volver a casa únicamente con los cromos de El coche fantástico. Y qué estúpida serie, un coche que habla. ¿Por qué tenía que completar la colección de cromos de un coche que habla?

El quiosquero resurgió de las profundidades como un monstruo marino con un taco de sobres atados con una goma.

–¿Cuántos quieres? –preguntó con voz cavernosa.

–Cinco –respondí.

Soltó la goma y separó cinco sobres hábilmente. Me los tendió sin mayor ceremonia. Los agarré y me quedé mirando los rizos morenos de Michael Knight, en escorzo sobre Kit, el coche que habla. Pantalones de cuero, camisa abierta y el negro dominando el aburrimiento. No era capaz de levantar la vista, ni de decir nada. Noté que el quiosquero me escrutaba.

–¿Algo más?

Yo tenía la boca espesa.

–¿Y bien? –preguntó.

–También quiero el álbum y cinco sobres de la colección de Barbie y sus amigos.

No levanté la vista.

El quiosquero gruñó y volvió a agacharse.

Después de unos segundos, me atreví a mirar al frente. Ahí estaba soltando de la goma cinco sobres de color rosa. Lo hizo con el mismo desapego que la vez anterior. Fueron solo unos segundos, pero no pude soportar el silencio y las palabras brotaron de mi boca como si vomitara.

–Son para mi hermana Silvia.

Entonces, por primera vez, el quiosquero me prestó atención. Unos hilos invisibles elevaron sus cejas y los ojos resplandecieron desde su escondite. Me tendió los sobres sin decir nada y se pasó la mano por el mentón.

–¿Algo más? –preguntó por fin, pero esta vez su voz sonó diferente, clara y firme, como la de uno de mis profesores.

Dije que no y pagué.

Ahí hay otro quiosco.

Me acerco y me quedo parado delante de esa flor de metal, en realidad una planta carnívora que cerrará sus mandíbulas en torno a mi cuerpo y lo quebrará como una ramita. Bajo la pequeña estructura de alambre, que sujeta cajas de chicles y caramelos contra el mal aliento, están las revistas más solicitadas, aquellas de las que me he aprendido sus portadas de memoria: el mismo actor sonriente en la revista de cine, el dibujo de una mujer en biquini empuñando una metralleta en la de videojuegos, un salón de madera reluciente en la de decoración. Llega el momento de actuar y no soy capaz de apartar la vista de ellas y lo máximo que consigo es lanzar miradas rápidas a las revistas de mujeres desnudas, casi escondidas, pero no del todo, a ras de suelo.

Con las gafas podía mirar sin ser visto, pero ya es tarde para eso, así que me arrodillo con la intención de que todo sea rápido. Las revistas que busco están semiocultas a ras de suelo. Sólo tengo que alargar el brazo y coger una, pero escucho los pasos y las voces de los peatones y tengo la convicción de que hablan de mí. Me paralizo como si me hubiera dado un tirón y lo que debería haber durado un segundo se prolonga demasiado. Quiero llorar. Quiero convencerme de que estas revistas no son las de otros quioscos, porque, aquí, en lo más putrefacto de la ciudad, hay cabida para esto y más.

Cuando compré el álbum de Barbie también creí que el corazón me iba a explotar. Llegué a casa, me encerré en el baño y abrí con trepidación los sobres. Los dibujos multicolores y las fotografías de muñecas reales no decepcionaron. Y, entusiasmado, pegué uno a uno los cromos. Más tarde, tiré el papel rosa de los sobres al fondo del cubo de la basura para que nadie los descubriera. Aquella noche, saqué el álbum de su escondite en el cajón de los tebeos y, mientras mi hermano dormía, repasé cada una de las imágenes de chicas y chicos de plástico. Ese mundo era acogedor.

Las semanas siguientes fui al quiosco con el mismo nerviosismo que la primera vez. Compraba cromos de El coche fantástico y después puntualizaba que los sobres de Barbie eran para Silvia. Aunque en un principio, Silvia había despertado el interés del quiosquero, percibí cómo, conforme pasaban los días, su ceño se arrugaba cada vez que nombraba a mi hermana ficticia, como si estuviera molesto por algo. Después de un tiempo, la colección llegó a su fin y pegué el último cromo. En él, Barbie, vestida de novia y con el pelo rubio cayendo sobre los hombros, caminaba por el pasillo de una iglesia hacia Ken, alto y musculoso, que la esperaba con su sonrisa cuadrada. Tiré todos los cromos repetidos que no había podido cambiar con nadie por razones obvias y escondí el álbum en el fondo del cajón de los tebeos.

Al sábado siguiente, acudí al quiosco con cierta sensación de vacío, pero a la vez tranquilo porque ya no tendría que enfrentarme al ceño del quiosquero. Con un tono que rozaba lo desafiante, pedí el periódico y unos regalices. Cuando rebuscaba en mi bolsillo una moneda, escuché su voz grave:

–Ha salido una colección de cromos nueva. La de la liga de fútbol.

Me encogí de hombros y no dije nada. Encontré la moneda.

–Tiene los datos de todos los jugadores de este año –añadió.

Pagué y él me devolvió las vueltas.

–También ha venido la de Los Osos Amorosos –dijo.

Sentí que me sudaban las palmas de las manos.

–A lo mejor le gusta a tu hermana Silvia, ¿no crees?

Estuve a punto de preguntar quién era esa Silvia. Luego me recompuse, pero no fui capaz de responderle. Estaba paralizado.

–Hacemos una cosa. Te regalo el álbum y tres sobres y la semana que viene me dices si le han gustado o no.

Sin mirar al quiosquero a la cara y sin decir nada, cogí el álbum y los cromos y volví a casa. A la semana siguiente trasladé las novedades al quiosquero: a Silvia le habían gustado mucho los cromos de Los Osos Amorosos y quería más.

Y él asintió y, antes de desaparecer en busca de los sobres, me miró una vez más y sus pupilas brillaron como si fueran diamantes.

 

No estoy seguro de cuándo desapareció Silvia de mi vida. Pero ahora, de rodillas delante del quiosco, en plena plaza de Callao, mientras la noche multiplica las sombras, tengo la impresión de que en el fondo nunca se fue del todo. De hecho, me parece que es ella la que alarga la mano y coge una revista de porno gay, «Torso». Quizá es ella también la que la hojea y se escandaliza y excita a partes iguales con todos esos pectorales húmedos y sonrisas jóvenes e incitantes y pollas mucho más grandes de lo que había imaginado, que se aparecen ante su inocente mirada. Cómo ha cambiado el cuento, piensa Silvia. No ve a Barbie por ningún lado, sólo Kens sudorosos en la piscina o chorreando grasa en el garaje. Esas escenas le recuerdan vagamente a las de Barbie y sus amigos, aunque es evidente que hay elementos nuevos que ella hasta ahora sólo había fantaseado y que por fin se le presentan en todo su esplendor. Es una belleza nueva, parecida al color y la brillantez de la purpurina de antes, aunque más atrayente. Silvia sonríe picarona y decide que «Torso» es una buena elección, así que me levanto y, como todavía estoy temblando, convenzo a mi hermana de coger también un diario deportivo. Le tiendo ambas cosas al quiosquero, un chico joven que se está quedando calvo. Cuando le entrego un billete de mil, levanta las cejas como si hubiera tardado en darse cuenta de lo que está cobrando. Pero todo el interés que le habré podido despertar se difumina casi al segundo. Si a nadie le importa por qué escondo la revista de hombres desnudos dentro del periódico de hombres deportistas; por qué me escabullo y cruzo la Gran Vía con el semáforo en rojo y busco nervioso la boca de metro para no tener que seguir a la intemperie; por qué me escondo de Silvia, que, arriba, me llama juguetonamente, me dice que me detenga, que suba, que me quede un rato más con ella.