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Eduardo Berti

 

 

La vida imposible

 

 

 

 

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Eduardo Berti, La vida imposible

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-525-5

 

© Eduardo Berti, 2014

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 188

 

 

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Índice

 

Doble vida

Caso del reloj

La última mujer

La edad de oro

Una voz distinta

Toreo remoto

El traductor apresurado

Por aproximación

El caso del director

Pendiente del correo

Las manos al revés

Este libro no existe

Noticias antes de tiempo

Mentira

Un pecador

La repetición

Maternidad

El décimo

Una criatura del pasado

Variantes del ajedrez

Alguien igual

Una máquina curiosa

Un artista y su falsario

Lectores de sangre

Déjà vu

Laringe

Los sueños de mi hermano

El árbol personal

Paternidad

Un solo cuadro

Traición

La vuelta y media al mundo

Cinco hombres

Caso del cerrajero

Casa del niño y el mago

Una novela premonitoria

Resucitado con las flores

Treinta guiones para un film

Son ropas

Trampa

El movimiento

El feo

Mariposa humana

Eduardo Berti

Un arco equívoco

Vueltos bestias

El jardín cercado

Otra actriz frustrada

La vida imposible

Diálogo y subtítulo

El museo de los marcos

El hombre igual

Mi padre vuelto perro

El bis

Demasiado temprano

El abogado cazador

Anotación

El camello

Desde atrás

Mise en abîme

Correspondencia ventrílocua

Artificios

Amantes idénticas

La compañera de al lado

Dos películas

El verdadero padre

El dolor del odontólogo

El don

El milagro

Recuerdos espejados

Caso de los pájaros

Las palabras por venir

Propia moral

Cuatro monstruos

Una escuela perpetua

Caso de los actores

Sobre la puerta

Bovary

El hijo

Sin continuación

Tiro en la nuca

El destino en los bolsillos

Qué es la muerte

Los libros por venir

Rectílocuo

Génesis

Dos reinas

Estaremos perdidos

Edición corregida

Otro dinosaurio

A muerte como una prisma

Esqueleto

Ramonerías

 

Doble vida

 

En cuanto supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de su otra mujer y la dirección del otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera –una inspección de la compañía de seguros, o algo así–, y una mujer alta y equina me invitó a entrar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior de aquel hogar era una réplica perfecta del que habíamos compartido mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado distribuidos exactamente igual, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.

De vuelta en casa, esa noche me dediqué con malévolo placer a desordenar los muebles y a revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.

De pronto recordé la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván. El enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía incluso imaginarlo al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.

 

Caso del reloj

 

En un pequeño pueblo de Guatemala hay un extraño reloj de arena. No mide ni medio metro de altura y ocupa el centro de una plaza colonial, presidida por una iglesia del siglo xviii. La alcaldía ha contratado a cuatro hombres para que mantengan aseado el reloj –atracción principal en cien kilómetros a la redonda– y para que lo den vuelta sin tardanza toda vez que se haya agotado. Esto último no es simple dado que la arena nunca cae a igual velocidad por el cuello: en ocasiones se toma diez minutos, en otras demora hasta cuatro o cinco horas, sin que haya entre cada vaciarse ninguna clase de secuencia lógica. Sin embargo, si se observa con cuidado, se verá que los guardianes siempre acaban dándolo vuelta veinticuatro veces por día, ni una más ni una menos, como si cada periodo establecido por la arena equivaliera, para el reloj misterioso, a cada una de las horas que conforman un día.

 

La última mujer

 

Ella sentía tanto pudor que evitaba desvestirse en su presencia. Un pudor desmedido, observó él. Un pudor que ocultaba, se diría, algún misterio. Por fin le dio la espalda, se quitó la blusa y volteó enseñándole unos senos puntiagudos, aunque cruzando los brazos a la altura del abdomen. «¿Ves?», le dijo sin mirarlo. «Ningún hombre vio antes esto», y le mostró en consecuencia su asombroso cuerpo sin ombligo.

«Cuando nací –contó–, no hizo falta cortar el cordón umbilical. Tiraron de él y mi ombligo se arrancó, limpio y entero, del vientre. Mi padre me puso Eva, como la primera mujer que, al nacer de la costilla de Adán, también carecía de un ombligo. Mi madre se sobresaltó y, en un arranque de superstición, exclamó que si la primera mujer había nacido sin ombligo, ahora yo podía ser muy bien la última. Los médicos rieron de buena gana; aun así, hasta que en el ala contraria no nació la siguiente niña, una incertidumbre (no sé si exagerada) reinó en aquel hospital».

Él escuchó en silencio su relato y se rio de la misma forma que los médicos parteros. Luego recorrió con la lengua el vientre liso. Y la amó como si en efecto fuera la última mujer en la Tierra.

 

La edad de oro

 

Treinta y cuatro años después de haber concluido un diminuto óleo llamado La edad de oro, un ignoto pintor suizo leyó por casualidad que en cierta exhibición colectiva de arte abstracto que se celebraba en Austria su cuadro era estimado como el mejor. Hablaba el crítico de «un tardío descubrimiento del autor», reclamaba una muestra exclusiva de su obra y hasta se atrevía a un juego de palabras, bastante pueril por cierto, entre el título del cuadro y los años transcurridos a partir de su creación.

Curioso por saber cómo era eso de recolectar elogios y capturar las miradas, el ignoto pintor suizo partió en tren con destino a Viena, y ahí se encontró con que el óleo aclamado era el suyo, aunque colgado boca abajo, debido a un grosero descuido de los responsables de la exposición.

Lo habían descubierto «al revés», era y no era suyo el cuadro festejado, pero nadie más que él y dos decrépitos expertos de su patria eran capaces de advertir la situación, porque su firma era una especie de equis que se leía igual en todos los sentidos y porque sus óleos, de tan desconocidos, en casi nada se diferenciaban de cualquier obra inédita.

Entonces vio el pintor, como un relámpago, el futuro: recibiría los honores, destruiría los antiguos catálogos con ese y otros cuadros al derecho, y llegaría al extremo de abrir una muestra personal, consagratoria, con cincuenta de sus óleos hasta entonces condenados al olvido, puestos ahora convenientemente patas para arriba.

 

Una voz distinta

 

Conocí a una mujer, la abuela de un amigo, que cada día se levantaba con una voz distinta. No se trataba de un desplazamiento gradual del timbre hacia un registro más grave, como suele ocurrirle a tanta gente, sino que cada mañana desde la oscuridad de su garganta parecía nacer una voz nueva, independiente de la voz anterior. Nada me asombró al frecuentarla como la coherencia de sus opiniones. A pesar de tan ancha variedad de voces, pocas personas he visto más consecuentes en materia de ideas.

 

Toreo remoto

 

Contra los consejos unánimes, el célebre matador andaluz volvió once meses después de un accidente en el que estuvo cerca de perder la vida. Su regreso no pudo ser más comentado porque el torero, medio tullido en una silla de ruedas, fue depositado en el centro de la arena con una capa roja sobre las piernas, lo mismo que una manta, y otro torero –primo hermano suyo– decidió desde las gradas, provisto de un control remoto a botonera, hasta el menor desplazamiento de la silla. El matador se retiró aclamado por este raro toreo remoto, pese a que alguna fortuita interferencia estuvo a punto de empañar la jornada.

 

El traductor apresurado

 

Un muy novato editor de París, que dirigía una colección que daba preponderancia a los libros de los clásicos (no por amor a las «obras inmortales», sino porque los literatos muertos no pretenden cobrar regalías), dio a traducir la novela Vathek, de William Beckford, sin saber que el inglés la había escrito originariamente en francés y que la versión que él tomaba como el texto madre no era otra que la traducción del reverendo Samuel Henley. El traductor que recibió el encargo –un afable especialista en letras góticas– nada dijo del error; muy al contrario, fijó sus honorarios y apareció a los diez días en la casa editorial con la labor cumplida, vale decir, con una copia fiel, letra por letra, del original francés de Beckford. El editor se quedó atónito. Ya le habían dicho que este traductor era muy eficiente, pero tal celeridad le resultaba inconcebible.

Trascurrieron dos meses y el especialista en letras góticas recibió un llamado del editor. «La traducción está bastante bien pero me he permitido introducir algunos cambios para nada relevantes». Decidido estaba el traductor a confesarlo todo, a aclarar el malentendido, cuando escuchó que el otro le recomendaba: «No se apresure tanto la próxima vez. Es innecesario y se nota».

 

Por aproximación

 

Antes de cruzarme con algún conocido al que no he visto en años, los días previos empiezo encontrarlo por aproximación. Esto significa que dos días antes me cruzo por azar con un extraño que me recuerda vagamente a este conocido, y horas más tarde, o un día después, vuelvo a cruzarme con otro extraño todavía más parecido a este amigo que anuncia así su reaparición. En ocasiones la aproximación es breve: una o dos caras similares y por fin el sujeto original. Pero en otras oportunidades la cadena se prolonga a tal punto que los eslabones finales, me refiero a los últimos transeúntes desconocidos, en la práctica resultan casi idénticos a aquel querido amigo. Varias veces he llegado a saludarme con uno de estos sosias. Otras he inferido que en verdad se trata de quien pienso, sólo que ya me ha olvidado o finge no reconocerme.

 

El caso del director

 

En Holanda, un director de cine fue inculpado de asesinar a ocho actores que, en los años precedentes, habían trabajado bajo su tutela. El motivo de los crímenes, según la policía de Amsterdam, es que el cineasta nunca pudo sobrellevar el hecho de que sus actores interviniesen en películas de otros. En un reportaje de hace ya dos décadas, el director se había manifestado en contra del star system