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LAS INTERMITENCIAS DEL CORAZÓN II

Celos y dolor

LAS INTERMITENCIAS DEL CORAZÓN II

Celos y dolor

Albeiro Patiño Builes

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Las intermitencias del corazón II. Celos y dolor

Silvia Inés Jiménez Gómez. Directora editorial

Sello Fondo Editorial ITM

Patiño Builes, Albeiro, 1967-

Las intermitencias del corazón II. Celos y dolor / Albeiro Patiño Builes. -- 1a ed. --Medellín : Instituto Tecnológico Metropolitano.

(Textos Urbanos)

1. Novela colombiana 2. Literatura colombiana I. Tít. II. Serie

863 SCDD 21 ed.

Catalogación en la publicación - Biblioteca ITM

Diseño epub:

Contenido

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En apariencia, mi vida no había cambiado. En las mañanas, Katerín subía al Camaro y armaba una fiesta. Con frecuencia tenía que llamarle la atención, porque resultaba peligroso manejar con tanto alboroto encima. Entonces se aquietaba y empezaba a cantar. Yo le hacía el coro. Ejecutábamos tantas melodías como el tiempo que tomaba ir de la casa al colegio nos permitía. Después de dejarla a buen resguardo, daba una vuelta por la ciudad. Me gustaba abrir las ventanas y sentir cómo el viento silbaba, potente, al ser cortado por las líneas aerodinámicas del Chevrolet. Así hasta que llegaba de nuevo a casa. En la tarde se repetía el proceso. Iba a recoger a Katerín al colegio y paseábamos por la ciudad antes de regresar al barrio. Pero el ruido, el alboroto, era cada vez igual, y, a veces, peor.

Continuaba trabajando en la Universidad Nacional. Mis cátedras habían mermado considerablemente en Bogotá, pero en Medellín, por el contrario, se habían intensificado. Tal cosa obedecía a políticas internas de la institución, a proyectos de darle un nuevo impulso a algunas asignaturas en Medellín y cambiar ciertos programas en Bogotá, pero todo con la promesa de que cuando de nuevo aumentaran las labores en la capital, yo sería el responsable de llevarlas a cabo. Madrugaba invariablemente y pasaba buena parte del día cumpliendo mis labores de profesor. Al medio día y por las tardes, me encargaba de los asuntos de nuestros negocios en las librerías. Jacqueline se había alejado de lo que había sido su rol de gerente de la librería en Medellín, el cual, indeclinablemente, yo había asumido. En Bogotá, uno de los empleados fungía de administrador cuando yo no estaba, se encargaba de lo importante y me reportaba lo que debía saber. Yo revisaba facturas, firmaba documentos de proveedores y aliados, tenía citas con prospectos de negocio. Los contratos, en términos generales, iban bien. Y el dinero, a Dios gracias, no dejaba de circular.

El mundo rodaba tan perfectamente, que podría haberme sentido igual de satisfecho que siempre. Pero no era así. Mi interés había decaído. No sentía encendida la potente llama de aliento que antes iluminaba desde mi corazón, esa llama que me hacía sentir pleno y glorioso. Era como si el día hubiera perdido su color, como si las noches no tuvieran luna, ni estrellas, como si el vuelo de las mariposas hubiera cesado y el mundo ya no girara. Mis ilusiones de una vida en paz, alegre, se habían desvanecido. Mi matrimonio estaba al borde de un precipicio. Enfrentaba expectativas que no sabía cómo interpretar. Y me veía frente a una puerta que se abría hacia un mundo desconocido, con un pasado doloroso, un presente confuso y un futuro incierto.

Con Jacqueline nos comportábamos como dos personas que, por una extraña casualidad, deben compartir la casa. Nos saludábamos cuando llegábamos, nos despedíamos cuando íbamos a salir, nos sonreíamos al encontrarnos en medio del corredor. Cuando estábamos con Katerín, incluso, tratábamos temas que tenían que ver con la familia. Como socios, abordábamos lo relacionado con las librerías, nos rendíamos cuentas, en fin. Pero a eso se limitaba nuestra relación: a vernos como un par de vecinos o amigos. No nos manifestábamos cariño ni afectos especiales; no nos tocábamos ni dormíamos juntos. Ni siquiera compartíamos la cama. Mientras ella dormía en la que siempre había sido nuestra habitación, yo me había resignado a hacerlo en la habitación que antes estaba reservada para las visitas. Nunca tratábamos el tema de la traición. Estaba vetado. Quizás un día tendríamos que enfrentarlo como un hecho real, algo que había sucedido. Solo ese día, quizás, el mundo y la vida volverían a ser los mismos de antes.

Me sentía como el protagonista de una trama perversa. Jacqueline y Katerín por un lado, Genevieve y Simón por el otro. En medio, yo. Todos actores representando el papel que nos habían entregado. Me parecía que desde afuera el mundo nos miraba, criticaba las acciones de cada uno, como si se tratara de hallar gazapos en el guion de un mal escritor. Y por más que me dolía, que quería escapar y romper las cintas que hasta ahora se habían filmado, no podía. Estábamos atados a la vida, como las imágenes estaban fijas en los rollos de una película.

Jacqueline debía sentir que cada mañana se encendía una nueva máquina de tortura. Supongo que ella, como yo, no quería separarse. Pero los sucesos nos apabullaban, aplastaban nuestro ánimo y nuestras intenciones. Ella había dejado de verse con aquel hombre, pero no podía borrar el hecho de que, en su vientre, llevaba un hijo suyo. Yo no podía más que mirarla entristecerse cada día, sentirla llorar cada noche, sin poder disfrutar lo que, en otras circunstancias, de seguro la habría hecho feliz. Ella era la única que podía decir o hacer algo.

Por mi parte, abonaba la idea de separarme de ella, muy a mi pesar, por tener que dejar también a Katerín. Quizás sería una decisión sana que nos permitiría llevar una vida menos tormentosa. La niña cargaría con el peso de tener padres separados, pero sufriría menos que al vernos diariamente destruyendo la poca confianza que nos quedaba. De esa forma, además, yo reanudaría mi vida. Tomaría distancia de Jacqueline, de Genevieve, pensaría con cabeza fría lo que sería más conveniente para ellas, para Katerín, para Simón.

Pero las cosas no eran tan fáciles. Cada mañana, al abrir los ojos, sentía que, a mi lado, también despertaba el tortuoso fantasma de la duda. ¡Todo había sucedido con tanta rapidez!: mi reencuentro con Genevieve, el descubrimiento de que ella tenía un hijo, de que su hijo estaba en coma, y de que, además, también era mi hijo; las llamadas telefónicas a nuestra casa, cortadas abruptamente al responder yo el teléfono; las conversaciones en monosílabos que mantenía Jacqueline con ese alguien que solo hablaba cuando era ella la que contestaba; sus ausencias cuando yo regresaba de mis viajes de Bogotá; la lejanía de Katerín porque estaba con sus abuelos; la noticia de Jacqueline de que estaba embarazada de su amante. En sucesión, las imágenes me daban vértigo. En conjunto, se trataba de una trama muy compleja para digerirla de una sola sentada. Necesitaba tiempo para procesarlo todo. Mucho tiempo. De preferencia, solo.

Por eso, cada vez que podía, me alejaba de todos los que me rodeaban. Intenté con la lectura, con la escritura. Pero, en definitiva, no me concentraba en nada, no hallaba nada qué hacer. Así que lo único que me quedaba era meterme en la cabina del Camaro, tomar la autopista, acelerar y recorrer de extremo a extremo la ciudad. En la universidad, dictaba mis clases con cumplimiento. Luego me encerraba en la oficina, y allí, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, sosteniéndola, me metía en las imágenes que se dibujaban, ambiguas y mutantes, en las manchas e irregularidades del techo.

Mi vida con Jacqueline se había convertido en una mera escena. Debía tomar una decisión. Y esa decisión apuntaba a separarnos, aunque nos doliera, aunque le doliera a Katerín. Me parecía terrible, pero también injusto, seguir en aquella representación. Sentía que dejaba de ser un hombre, que vivía como ser humano, pero que tiraba a la basura, cada día, lo que me quedaba de dignidad. Además, no podía negarme al hecho de que la sombra de Genevieve me perseguía. Recordaba con nostalgia los momentos que habíamos pasado juntos, los días en que ella aparecía, silenciosa, como escondida, entre las estanterías de la librería en Bogotá. Recordaba el CD de Mahler que me había regalado. Escuchar su música revivía en mi mente los días en que tomábamos capuchino en el Centro Comercial Andino, nuestras largas conversaciones, la tarde que fuimos a ver a Simón a La Calera, la verdad que cambió para siempre mi vida. Acostado en la cama, en la habitación de las visitas, no podía evitar que las lágrimas afloraran, que rodaran, frías y duras, por las comisuras de mi rostro hasta llegar a la boca.

Al despertar, después de pasar una larga noche de desvelos, sentía arder mis ojos. Me pesaba la cabeza. Había amasado, durante horas, ideas y dudas, me había planteado decenas de problemas, pero no había hallado, finalmente, ninguna solución. El mundo se me presentaba como una pintura que día a día perdía su color; se volvía gris, opaca, se abría en pedazos, como una prenda que después de mucho tiempo al sol y al agua, se vuelve flecos y luego añicos. Nada se reflejaba en mis ojos, a ningún lado apuntaba mi dirección.

*

En la mañana, me había despertado, había permanecido en la cama durante cerca de media hora, pensando, y le había dado vueltas interminables a la situación. Seguía preguntándome qué sería lo mejor para mí, para Jacqueline, para Katerín. La cabeza empezó a darme vueltas. En el estómago, una sensación de vacío me empujó a levantarme. Me senté en la cama, puse los pies en el suelo y luego me calcé las chanclas. Estaban tan frías como la baldosa. Me puse de pie y abrí la puerta de la habitación. Había un silencio enorme, denso y pesado, como si en el interior no hubiera ningún ser vivo. Katerín no brincaba, no se oía reír. Jacqueline tampoco estaba en la cocina, ni se veía en el vestíbulo ni en el comedor preparando el desayuno. Repasé toda la casa, incluyendo los cuartos de Jacqueline y de la niña, pero no las hallé en ninguna parte. Era como si de un momento a otro el mundo se hubiera convertido en un insólito paisaje, triste y desolado.

Me fui a la sala, me planté de pie frente a la ventana que daba a la calle. En el horizonte brillaba un sol débil, cubierto por delgadas nubes grises. Los árboles habían perdido parte de su frondosidad. Los pájaros, revoloteando de una rama a otra, se perseguían mientras hacían círculos en el aire. En el suelo, un tapete de hojas cubría el césped. Y la canaleta del agua, sucia de plásticos y papeles arrugados, daba cuenta de la cantidad de tiempo que hacía que nadie le prestaba atención al antejardín. En el exterior, apenas se veía una que otra persona de paso. Pero ni una señal de Jacqueline y de Katerín. Todo parecía indicar que habían salido también de la unidad. Caminé despacio por entre los muebles, repasé con la mirada los rincones de la sala, del comedor, del vestíbulo. En el baño estaba, mojada, tirada en el piso, la ropa de Katerín. Y en la habitación, en el suelo y sobre el colchón, la toalla con la que se había secado Jacqueline y el pijama que se había quitado antes de cambiarse de ropa. ¿Adónde irían?, me pregunté. Apagué todas las lámparas que habían dejado encendidas antes de salir, y me fui de nuevo a la cama, sin desayunar. Se me había ido de golpe el apetito. Me recosté, fijé la mirada en el techo y traté de dejar mi mente en blanco. Me concentré en los latidos de mi corazón. Parecían los pasos de un caballo al galope.

Un vacío enorme llenó mis órganos digestivos. No veía qué otra cosa hacer diferente a esperar a que regresaran. Supuse que habrían salido a algún parque, a la biblioteca, que estarían en el jardín botánico, o en el planetario. Había tantos planes que hacer un sábado en la mañana. Sólo me preguntaba por qué yo no estaba con ellas. Jacqueline y yo no atravesábamos nuestro mejor momento. Es más, con frecuencia, ella salía por las tardes, se perdía, sola, desde la una hasta las ocho o nueve de la noche. A veces me preguntaba qué hacía y con quién. Cuando llegaba a la casa, Katerín estaba encerrada, estudiando, o tirada en el piso viendo televisión. Y ella, pensaba yo, no debía verse afectada por nuestras disputas.

Finalmente, me fui a la cocina y puse a calentar pan. También calenté agua en una vasija. Cuando el pan estuvo caliente lo bajé, lo puse en un plato pequeño y le eché mantequilla. Deposité dos cucharadas de chocolate en la vasija y batí con fuerza. Serví en una taza. Puse el pan y el chocolate en la barra americana. Tomé, además, dos galletas. De la nevera saqué, también, un pedazo de queso y dos mortadelas. Me senté en silencio a comerme aquel desayuno que me supo a cueros sucios y empantanados. No podía dejar de pensar en la soledad que rodeaba la casa. Cuando terminé sentí que mi respiración era lo único que interrumpía aquel silencio ensordecedor. Me fui a la habitación y me acosté de nuevo, con las cobijas hasta la cabeza.

En la cama, no pude dejar de pensar en aquel corto momento dedicado al desayuno. No recordaba haber desayunado solo en los últimos años. En semana, al menos, me acompañaba Jacqueline y los fines de semana, nos sentábamos los tres a la mesa. Había que lidiar con Katerín, a veces regañándola, y, a veces, haciéndole promesas en relación con ir a ver una película, o asistir a una sesión de circo, o a un espectáculo infantil de moda, con el fin de que lo consumiera todo, o siquiera lo más nutritivo e indispensable para su nutrición. Verme en aquella mesa, apenas rodeado por sillas vacías, me hacía recordar mis épocas de juventud. Un nudo gigantesco, como una fruta amarga, se me atoraba en la garganta. Me costaba respirar. Me bajé las cobijas hasta la cintura. Me puse bocarriba, a mirar las tablillas en el techo. Las figuras del grabado me hicieron caer en un estado soporífero. Pero no me dormí. En cambio, pensé en el hombre con el que me había traicionado Jacqueline. Ese con el que ella se había comportado desinhibidamente, según me dijo, dando rienda suelta a sus más bajos instintos. No lograba comprender cómo pudo hacer con un desconocido lo que hacía conmigo en la intimidad, o, como me había insinuado, lo que por diferentes razones nunca nos habíamos atrevido a hacer ella y yo. La imaginaba en los brazos de otro hombre, desnuda, entregada a actos que siempre consideré que solo yo había vivido con ella, y un frío terrible me recorría la espalda.

A las diez de la mañana no habían llegado y empecé a sentirme preocupado. Por primera vez en mi vida maldije la declarada enemistad que tanto Jacqueline como yo teníamos con el teléfono celular, ese extraño bicho que poco a poco se había metido en la vida de muchos seres humanos alrededor. Pero estaban los teléfonos fijos y nosotros teníamos uno. Entonces, me pregunté, por qué no me habían llamado. Llamé a la librería; pensé que tal vez Jacqueline había decidido darse una vuelta por su antiguo lugar de trabajo, aunque hacía semanas, al parecer, no le importaba para nada. Me respondió una chica que reconocí. La saludé y le pregunté si mi esposa se había presentado en la mañana. Me dijo que no, que hacía días no la veían. Me despedí de ella y sentí cómo colgaba el teléfono; la línea quedó recorrida por las señales graves de un pitido desesperante. Permanecí con la bocina pegada a mi pecho durante algunos segundos; me preguntaba dónde podrían estar.

Me sentía inquieto, como un ratón al que meten en una pequeña jaula y empieza a reconocer el terreno. Me fui al estudio y busqué algún libro de mi interés. Pero, como siempre que estaba intranquilo, todos me parecían ajenos a mi gusto. Leí las primeras páginas de uno que otro, pero en todos encontré algo que me desconectaba: las primeras palabras, el estilo de la narración, los párrafos extensos, las frases largas que me hacían perder la continuidad de lo que leía. Desistí de la lectura y me fui a la sala. Miré durante largo tiempo por la ventana. Vi pájaros volando por encima de los árboles, nubes avanzando a paso lento, como sin prisa; observé la línea del horizonte, parecía trazada con un bolígrafo; después miré las cortinas, la distribución de los muebles; finalmente, me encontré con una pequeña mancha en una de las paredes, justo detrás de donde quedaba la puerta cuando estaba abierta.

A las once y treinta minutos volví a coger el teléfono y a marcar a la librería. Me respondió la misma chica de la vez anterior. Le hice la misma pregunta y ella me dio la misma respuesta. Después de colgar me fui a la sala y traté de relajarme en el sofá. Me preguntaba en qué momento Jacqueline había dado aquel cambio tan radical. Sabía que yo tenía parte de responsabilidad: la había descuidado. Además, ella debió notar algo en mi comportamiento desde que yo empecé a verme con Genevieve. ¡Todo había sucedido tan abruptamente! Como cuando se larga el primer chaparrón de invierno. No te das cuenta hasta que lo tienes encima, persiguiéndote.

Me parecía extraño que Jacqueline no se hubiera comunicado conmigo. No era en modo alguno normal. Ella siempre estaba tan atenta, siempre tan pendiente de que todos supiéramos dónde estaba cada uno. La casa estaba desordenada, las camas sin tender, la ropa tirada en cualquier parte, como si por el interior de las habitaciones hubiera pasado un terrible ciclón que lo hubiera revolcado todo. Además, Jacqueline era muy cumplida en sus horarios. Y si bien no tenía ninguno que cumplir en relación con empresa alguna, sí había pasado la hora del desayuno, se aproximaba la hora del almuerzo. Empecé a pensar que tal vez hubiera ocurrido algo grave, algún accidente.

Las peores ideas empezaron a rondar por mi cabeza. Me deslicé a la que siempre había sido nuestra habitación y ahora era la habitación de Jacqueline, abrí el clóset e inventarié sus vestidos. Todo parecía estar allí. Quizás se me escapaba una que otra blusa, tal vez no era capaz de adivinar qué debía de tener puesto en este mismo instante. Pero las prendas allí guardadas no hacían pensar que faltara algo. Atravesé la puerta, ahora de salida. De pronto me di cuenta de que caminaba a toda velocidad. Abrí el clóset de la habitación de la niña e hice el mismo proceso de revisar, prenda por prenda, la ropa de Katerín. Faltaban un par de faldas, un par de sudaderas, pero, en general, y considerando que estaba bien surtida, no me atrevía a decir que hubiera un vacío entre sus cosas. Todo, en términos generales, se veía normal. Lo que quería decir que, al menos, no se habían ido lejos. Me preguntaba si estarían visitando a los padres de Jacqueline. Vivían en El Santuario, al oriente de la ciudad, e ir allí siempre había sido considerado por Katerín como una salida de camping. Le gustaba pasar los fines de semana con sus abuelos. Podía ser, me dije. Pero las preguntas siguieron aflorando y taladrándome sin cesar.

Traté de recordar las cosas que habían ocurrido la noche anterior. Nos habíamos sentado todos a la mesa, habíamos cenado. Yo había conversado con Jacqueline, le había preguntado cómo había estado su día. Me había dicho que bien, que no había tenido novedades especiales, pero nada más. Katerín, en cambio, había estado más conversadora, aunque, la verdad, por momentos se retraía. Había tenido un día de clases con lecciones incluidas. A la hora de comer se sentó juiciosa en su silla cuando Jacqueline llegó con la cena. Incluso siguió conversando mientras comía. Tanto Jacqueline como yo la animábamos a que se concentrara, a que masticara bien los alimentos, a que no hablara con la boca llena. Pero ella lo hacía a su ritmo, y su ritmo era como el de una palomita que va picando el maíz en una plaza, levanta la cabeza para mirar qué se ve por los alrededores, y vuelve a clavar la cabeza en el piso y a comer maíz concentradamente. Una vez terminada la cena, ayudé a Jacqueline a lavar los platos, Katerín vio televisión; luego, mi mujer leyó una revista de modas, yo me senté un rato en la sala a mirar por la ventana. Finalmente, todos nos fuimos a la cama.

Volví a la habitación de Jacqueline y revisé, uno a uno, los cajones de la cómoda. En el de arriba estaban sus joyas: relojes de colores, con manillas tanto metálicas como de cuero; anillos con y sin gema; cadenas de oro y plata; pulseras grandes y pequeñas, y toda clase de bisutería. Estaban alineados en pequeñas cajas, en el mismo orden que ella acostumbraba y siempre respetaba. En el segundo cajón estaban sus billeteras: las había amarrillas, rojas, marrones, negras. Parecían pequeñas libretas en las que hubiera podido escribir la historia de su vida. Pero apenas si faltaba una. Supuse que la que llevaría en su bolso de colgar. En el último cajón estaba su ropa interior: había desde atrevidas tangas brasileras hasta curiosos cacheteros; había brasieres; también medias veladas; y camisetas ombligueras de diversos colores. Mientras miraba aquellas prendas no podía evitar pensar en las últimas veces que la había visto vestida con ellas. Hacía semanas que no se dejaba ver más que en levantadora. Evitaba que nos encontráramos cuando lucía apenas su nimia ropa interior.

Cerré todos los cajones de la cómoda, salí de la habitación y me fui al baño. Repasé el desorden que había dejado Jacqueline, con la ropa interior mojada que se había quitado. La había dejado, como era su costumbre, tirada en el suelo de la bañera. Era un juego de tanga y brasier negros, de marca Carolina Herrera. Jacqueline siempre había usado las mejores marcas. Yo nunca se lo había reprochado, podíamos darnos ciertas concesiones y aquello, a fin de cuentas, no le hacía, en modo alguno, mella a nuestras arcas familiares. Abrí el neceser, pero también vi que estaba todo su juego de maquillaje. Igual ella mantenía respaldo de lápiz labial y polvo para la cara en su bolso. Pero si se hubiera ido lejos, supuse que se hubiera llevado todo lo que apreciaba. Apenas si reparé en un frasco que no reconocí. Se trataba de una loción marca Coco Mademoiselle, de Chanel. La destapé y olí su aroma, era como respirar el aire de campo en una mañana de verano. Las lociones de Jacqueline, al menos que yo recordara, eran todas regalos que yo le había hecho en días especiales. Pero esta no se la había regalado yo. Volví a tapar el frasco y a dejarlo en el mismo sitio en que lo había encontrado. Antes de salir del baño recogí su ropa interior mojada; la llevé hasta el cuarto de servicio y la metí en el tanque de la lavadora.

Volví a la sala y me recosté de nuevo en el sofá. Cerré los ojos, como si quisiera escuchar el sonido de los insectos en el jardín. Pero no escuché nada. En el ambiente, silencioso, como una habitación herméticamente cerrada, parecían haber muerto todos los sonidos, como si se tratara de una cripta después de que han pasado ocho días de una inhumación. En la casa no entraba el ruido de las personas que se encontraban en la parte exterior de la unidad residencial, apenas el molesto ruido de los carros y las motos que pasaban a unos metros más abajo por la avenida. El espacio no podía ser más propicio para pensar. Y pensé. En Jacqueline, en Katerín, pensé en la falta que me hacían, en el temor que me causaban las ideas que llegaban, raudas y acuciantes, a mi mente. Pensaba que debía hacer algo, pero no sabía qué. No quería llamar de nuevo a la librería. Era claro que no era allí a donde habían ido. Además, el hecho de que anduvieran juntas me confirmaba que el lugar apropiado para buscar era otro, y no uno en el que la niña no tendría nada entretenido qué hacer. Me sentía como un gorrión al que un niño malintencionado ha apretado con toda la fuerza de sus manos. Me asfixiaba. Quería gritar.

¡Y qué tal si en realidad algo les hubiera ocurrido! ¡Un accidente! ¡Qué tal que un hombre ebrio, al volante de un vehículo sin control, se hubiera ido contra ellas y las hubiera atropellado! ¡O tal vez, mientras fueran por la calle, un endemoniado se les hubiera ido encima con un arma, tal vez un cuchillo, o un revolver! ¡Qué tal que Jacqueline, o Katerín, o ambas, estuvieran heridas! ¡Que las hubieran llevado al hospital! Pero, pensé, siempre se ha dicho que las malas noticias son las primeras en llegar. Las que venían a mi mente eran las peores que pudieran ocurrírseme. Pero, me dije, en el hospital las habrían revisado. Y Jacqueline no olvidaba nunca su cartera y, en esta, su cédula de ciudadanía y otros documentos, como la licencia de conducir, o la matrícula del carro, que hubieran permitido fácilmente su identificación y la de Katerín. ¿Por qué entonces nadie me llamaba? No, me consolé, como si una divinidad me hubiera enviado su mensaje desde lo alto de los cielos: ellas están bien.

Me dispuse de nuevo y regresé a la habitación. La cama estaba tan fría como helados granizos después de una tormenta. El aire, frío, entraba a mis fosas nasales con dificultad, como si en lugar de oxígeno entrara una sustancia sólida que alguien me empujara con una varilla. Me parecía que el día adquiría una blancura extraña, como la de un cuadro pintado por un pintor experimental. Todo me parecía un sueño. O, mejor, una pesadilla. Volví a ver en mi mente unas imágenes que no pasaban de ser invenciones nacidas de mi imaginación. Jacqueline, desnuda, acostada en la misma cama con un hombre desconocido. El hombre pasaba sus manos por su cuerpo, la abrazaba, la apretaba contra su pecho, acariciaba sus senos, besaba sus labios, la hacía posar en posiciones ridículas e insultantes.

Abruptamente me levanté, como si me hubiera impulsado una catapulta. Penetré, súbito, a la sala de estar y tomé el teléfono. Marqué el número de la casa de mis padres. Hacía tiempo que no los visitábamos y se me ocurrió que quizás Jacqueline hubiera ido a verlos con Katerín. Sin embargo, cuando el teléfono había repicado tres veces, me pregunté por qué habrían de ir a ver a mis padres sin mí. En ese momento sonó la voz de una mujer al otro lado de la línea. Me tomó un momento reconocerla. Era mi madre.

Me preguntó cómo estaba.

Le dije que muy bien.

Me preguntó cómo estaba Jacqueline.

Le dije que bien.

Me preguntó cómo estaba Katerín.

Le dije que bien.

No quería que se llevara la idea de que las cosas iban mal entre Jacqueline y yo. Que yo llamara era como si cayera nieve en el trópico. Y si me había preguntado por Jacqueline y por la niña era síntoma de que ellas no estaban allí. Desvié la conversación hacia el clima. Me preguntaba, le dije a mi madre, si los cambios temporales no los habrían afectado a ella y a papá. Había cantidades de gente enferma. Y como apenas si nos comunicábamos, era posible que ellos pudieran contraer una gripa u otra enfermedad, sin que nos diéramos cuenta. Le dije que no dudaran en llamarme si llegaban a necesitar algo. Me dijo que estaban bien, que se mantenían en forma, excelentemente, y que perdiera cuidado, que estaban siempre tan ocupados que ella creía que la gripa, u otra enfermedad, no los alcanzaría. Eran más rápidos, bromeó.

Colgamos. Nuestra conversación no tardó más de cinco minutos. No tenía cabeza para pensar en nada, para hablar de nada. Apenas si me imaginaba lo que podría estar ocurriendo en este mismo momento con Jacqueline y con Katerín. La mañana había dado lugar a la tarde y las nubes, que se le atravesaban al sol, habían abierto espacio a una claridad espectacular. El día propicio para salir a dar un paseo por el Parque Zoológico Santa Fe, atravesar el pasaje Junín, ir a conocer la plaza Botero, recién terminada al frente de la fachada principal del Museo de Antioquia y recorrer, de principio a fin, las veintitrés esculturas monumentales que se alzan al aire libre y que, al menos temporalmente, han desplazado el interés por los centros comerciales. Me hubiera gustado pasar el día con mi mujer y mi hija, comprar algodón dulce, ir a cine y devorar, ansiosos, un balde de crispetas mientras bebíamos una fría Coca-Cola.

Me negaba a llamar a las amigas de Jacqueline para preguntar por ella. No eran muchas, pero en caso de que no estuviera allí, armaría, quizás sin justificación, una desagradable alharaca. No se me ocurrió llamar a ninguno de mis amigos. No le veía el menor sentido. Ninguno era tan cercano a la familia como para que ella lo buscara, así fuera para ir de paseo a su casa y que Katerín jugara con sus hijos.

En la corta lista de posibilidades, apenas si me restaba pensar, otra vez, en la casa de sus padres. Era un sitio en el que, posiblemente, podrían haber ido. Pero, definitivamente, renunciaba, al menos por ahora, a llamarlos. Caminé, despacio, como si tratara de ajustar mis pies sobre las huellas de mis pasos, por el corredor. Por las ventanas entraba un brillo opaco, llenaba todos los rincones de la casa. Apenas si había probado bocado en todo el día, pero no sentía hambre. Miré hacia la cocina; renuncié a entrar. Me costaba pensar en verme otra vez sentado a una mesa con solo sillas vacías. Me detuve, poniendo las manos en la cintura, en medio del pasillo. Levanté la cabeza, miré al techo. Luego, repasé con la mirada los cuadros, un par de esculturas, la organización de la mesa y las sillas en el comedor, los muebles de la sala, las cortinas de la ventana que daba al antejardín. Di un paso, luego otro. Me senté en el suelo, con la espalda recostada al lateral de uno de los muebles. El tapete me transmitía un ligero calorcillo, como el que provoca un menguado verano. Me levanté, caminé, con los brazos cruzados y retorné, como sin alientos, a una habitación que se me antojaba un despiadado patíbulo. Me tumbé en la cama y me dejé vencer por un desaliento que, rápidamente, me hizo caer en un profundo sueño.

*

Cuando desperté, boca abajo, la habitación estaba casi en penumbras. Me acodé sobre el colchón y miré alrededor. La puerta, entreabierta, aunque recordaba haberla cerrado, ofrecía una visión parcial de la casa. Supuse que un ligero viento la habría golpeado hasta ponerla en aquella posición. Hacía un ángulo de cuarenta y cinco grados con el marco. Desde afuera, sin embargo, no llegaban evidencias de vida o movimiento. Ni sonidos, ni luces. Parecía que Jacqueline y Katerín seguían en la calle, divirtiéndose. De estar en casa, la niña me habría ido a despertar; se habría tirado encima de mí; estaría, ahora mismo, saltando y gritando al ritmo de sus locos juegos de atar.

Me sentía solo, en medio de la nada, a la espera de un cambio que trajera, de nuevo, tranquilidad a mi vida. Tenía una sensación de pérdida, de rotura en mi corazón, como si alguien me hubiera partido con una sierra por la mitad. Un vacío, que ya era enorme, seguía creciendo a gran velocidad. Una especie de universo arrasaba con mis espacios habitados. Me parecía que en los momentos más inesperados todos iban huyendo de mí, iban dejando sus lugares y se olvidaban de lo que habían vivido conmigo, sufriendo o disfrutando. Era como tener una vida irreal, una vida que existía en el papel, como si se tratara de una simple novela imaginada por una mente que no terminaba de crearla. Siempre inacabada.

Un problema mayor empezaba a cobrar valor. Descubría, de pronto, que me preocupaba por la ausencia de Jacqueline, que necesitaba saber dónde estaba y si estaba bien, pero que, en el fondo, una parte de mí no quería volver a verla. Al menos por ahora. No la repudiaba, no quería que desapareciera, pero si no estaba a mi lado en lo que faltaba de día, en toda la semana o el mes siguiente, yo podría seguir viviendo de forma normal. Si la viera, de seguro compartiría con ella las cosas habituales, hablaríamos de la niña, comentaríamos acerca de los negocios y de cómo estaba la situación financiera del hogar. Incluso, eso lo disfrutaba. Era como hablar con una amiga, o con una compañera de trabajo. Pero, acababa de entenderlo, no la necesitaba como mujer, no la deseaba. Y tal cosa no era algo nuevo, había empezado a suceder semanas atrás, quizás, incluso, antes de que habláramos de nuestras mutuas relaciones con otras personas. Saber que ella se había acostado con otro hombre había destruido la confianza que le tenía. Quizás a ella le sucedía lo mismo. Pero yo no me había acostado con Genevieve. Había mantenido una relación oculta, pero en la misma no se habían presentado actividades sexuales. Habíamos descubierto que teníamos un hijo en común. Pero eso que nos unía era consecuencia de una relación que habíamos sostenido veinte años atrás.

Me sentía como en los tiempos de mi juventud. Tenía treinta y siete años, pero había retrocedido, sin darme cuenta, cuatro lustros. Mi cuerpo ya no era el mismo de aquella época, ni mi situación era la misma. Estaba casado, tenía una hija, un empleo, negocios que atender. Ya no me sentía en la necesidad de seguir pensando. Era como si con haber dormido toda la tarde hubiera asimilado algo que hasta ahora me había costado mucho comprender. Sabía lo que tenía que hacer. Solo debía organizar mis ideas en relación con el momento de hacerlo. Además, había consecuencias que debía prever. Pero no podía postergarlo más. Tenía que separarme de Jacqueline.

Debía ir al encuentro de mi otra vida. Esa que había dejado estancada en el pasado y que ahora se me presentaba. Debía buscar a Genevieve, acompañarla en su lucha con Simón. Debía acompañar a Simón, regalarle las horas que hasta ahora no le había dado. Quizás no podría meterme en su mente, hurgar en los recovecos de su vida inconsciente, pero podía sentarme a su lado, en una silla, a contarle historias, leerle libros.

Por alguna extraña razón, mis pasos me habían ido acercando a Genevieve mientras los suyos la habían ido acercando a mí. Era como si nuestro encuentro fuera necesario. Yo debía enterarme de que tenía un hijo, pero saberlo no podía ser, en modo alguno, el objetivo final de aquel hecho fortuito. Tenía que haber una razón más poderosa, más trascendente. Algo, alguien, debía haber obrado todo aquel escenario, haber escrito aquel curioso guion que se había constituido en la trama en la que ahora éramos protagonistas ineludibles. ¿Qué? ¿Quién? No lo sabía. Pero sabía que debía recorrer el camino que se abría adelante. En ese camino estaban Genevieve, Simón. Y para acercarme a ellos debía alejarme, al menos temporalmente, de Jacqueline y de Katerín. Solo así podría iniciar el nuevo ciclo que la vida me exigía.

2

Mis pies se asentaron sobre el piso frío, casi húmedo. Luego alcancé las chanclas y me calcé. Me puse de pie, sintiendo una opresión abrumadora en el pecho. Mientras avanzaba rumbo a la puerta, sentía que levitaba. Observé el pasillo como si mirara un paisaje en la distancia. Era amplio, de techo alto. Por las ventanas que daban al jardín se filtraban hacia el interior los moribundos rayos del sol. El sofá estaba en su sitio, pero dos pequeñas figurillas metálicas, sobre una mesa de lujo en el corredor, parecían haber sido movidas por alguien. Uno de los muros estaba decorado con un enorme cuadro, la imagen parecía la de una ciudad antigua, pintada con pinceladas romas. El fondo era oscuro, casi negro. El cuadro significaba mucho para Jacqueline, pero no era la gran obra. Al fondo, la puerta de la alcoba principal estaba cerrada. Lo que significaba que ella debía estar allí. La había dejado abierta antes de acostarme y solo ella pudo haberla cerrado. Me acerqué a la habitación de Katerín; la puerta estaba abierta, como la vi por última vez al mediodía; en su interior no había nadie. Me pareció extraño. Me acerqué, entonces, lentamente, a la puerta que daba a nuestra habitación, o a la que antes había sido nuestra habitación. Agarré con la mano derecha la poma de la chapa y empecé a abrir despacio la puerta. Allí estaba Jacqueline: acostada, hecha un ovillo, cobijada hasta los hombros. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió apenas me sintió abrir la puerta. Me miró como sin alientos, como si estuviera sedada. Una forzada sonrisa se le enturbió rápidamente. Ondulaciones leves de su rostro se desvanecieron al caer su cabeza de nuevo sobre la almohada. La vi replegada, como un animal herido que presintiendo arremetidas salvajes se resguarda debajo de una mesa. Miré con sorpresa aquel comportamiento. No me atrevía a hablar, pero al final lo hice para preguntar:

—¿Te sientes bien?

—No —contestó ella, llevándose una mano a la boca y pasándose un par de dedos por los labios resecos. Abrí la puerta de par en par y me deslicé lentamente en el interior de la habitación. Cuando estuve parado a un lado de la cama, vi lo cansada que se veía.

—¿Dónde está Katerín? —le pregunté.

—No te preocupes —me dijo—. La llevé con mis padres.

Me pareció que me hablaba de algo extraño para mí. Claro que conocía a sus padres. Pero, ¿por qué había dejado a nuestra hija con ellos? No quería, sin embargo, indagarla sobre aquel tema; la veía acorralada por alguna dolencia que yo desconocía y no quería que se sintiera fastidiada.

Me agaché ligeramente, puse el dorso de mi mano en su cuello y ausculté su temperatura. Estaba bien. Pero parecía que en algún momento del día una dura fiebre la hubiera golpeado.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Aborté —me respondió secamente, clavándome con fugacidad la mirada triste que nacía de unos ojos que sentí inundados de dolor. Luego, cerró los ojos. Hundió la cabeza de nuevo entre los cojines y la almohada. Tomó una bocanada de aire y se quedó pensativa. Finalmente, agarró una punta de la cobija y se tapó con ella hasta la punta de la nariz.

*

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