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Voltaire, 1694-1778

Historia del establecimiento del cristianismo (1777) / Voltaire; traducción del francés por Jaime Gómez Cadavid -- Medellín : Instituto Tecnológico Metropolitano, 2019.

(Colección CTS+i)

Incluye referencias bibliográficas

1. Cristianismo - Historia 2. Cristianismo y judaísmo I. Tít. II. Gómez Cadavid, Jaime, trad. III Serie

230.09 SCDD 21 ed.

Catalogación en la publicación - Biblioteca ITM

Historia del establecimiento del cristianismo (1777)

Primera edición en francés, año 1777: ediciones de Khel

Ediciones traducidas al español: Instituto Tecnológico Metropolitano

Impresa, oct 2014:ISBN 978-958-8743-49-3

Html, dic 2015:ISBN 978-958-8743-80-6

Epub, feb 2019:ISBN 978-958-5414-62-4

Pdf, feb 2019:ISBN 978-958-5414-63-1

© Traducción del francés por Jaime Gómez Cadavid

© Instituto Tecnológico Metropolitano

Traductor

JAIME GÓMEZ CADAVID

Directora Editorial

SILVIA INÉS JIMÉNEZ GÓMEZ

Correctora de texto

LILA M. CORTÉS FONNEGRA

Asistente Editorial

VIVIANA DÍAZ

Diseño y diagramación

ALFONSO TOBÓN BOTERO

INSTITUTO TECNOLÓGICO METROPOLITANO

Calle 73 No. 76 A 354 (vía El Volador)

Tel: (574) 440 5100 Ext. 5197

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www.itm.edu.co

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Las opiniones, originales y citaciones del texto son de la responsabilidad del traductor.

El ITM salva cualquier obligación derivada del libro que se publica. Por lo tanto, ella recaerá única y exclusivamente sobre el traductor.

CONTENIDO

I. Que los judíos y sus libros fueron durante mucho tiempo ignorados por los otros pueblos

II. Que los judíos ignoraron por largo tiempo el dogma de la inmortalidad del alma

III. Cómo el platonismo penetró entre los judíos

IV. Sectas de los judíos

V. Supersticiones judías

VI. De la persona de Jesús

VII. De los discípulos de Jesús

VIII. De Saúl, cuyo nombre fue cambiado en Pablo

IX. De los judíos de Alejandría, y del Verbo

X. Del dogma del fin del mundo, unido al platonismo

XI. Del abuso sorprendente de los misterios cristianos

XII. Que los cuatro evangelios fueron los últimos en conocerse. Libros, milagros, mártires supuestos

XIII. De los progresos de la asociación cristiana. Razones de estos progresos

XIV. Consolidación de la asociación cristiana bajo varios emperadores, y sobre todo bajo Diocleciano

XV. De Constancio Chlore, o el Pálido, y de la abdicación de Diocleciano

XVI. De Constantino

XVII. Del «labarum»

XVIII. Del Concilio de Nicea

XIX. De la donación de Constantino, del papa de Roma, Silvestre. Breve análisis sobre si Pedro fue papa en Roma

XX. De la familia de Constantino y del emperador Juliano el Filósofo

XXI. Cuestiones sobre el emperador Juliano

XXII. En qué podía ser útil el cristianismo

XXIII. Que la tolerancia es el principal remedio contra el fanatismo

XXIV. Excesos del fanatismo

XXV. Contradicciones funestas

XXVI. Del teísmo

Notas

Nota de Beuchot:

Esta obra, compuesta por Voltaire en 1776, fue publicada por vez primera en las ediciones de Khel, en donde se la fecha en 1777, la cual le he dejado. Voltaire quería hacerla pasar como si fuera de un autor inglés, en efecto en el capítulo XII, dice nuestro Dodwell y nuestro rey Jacobo en el capítulo XIII; nuestro rey Carlos I en el capítulo XXV, nuestros papistas de Irlanda (B.).

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CAPÍTULO I

QUE LOS JUDÍOS Y SUS LIBROS FUERON DURANTE MUCHO TIEMPO IGNORADOS POR LOS OTROS PUEBLOS

Espesas tinieblas envolverán siempre la cuna del cristianismo. Así puede juzgarse por las ocho opiniones principales que dividieron a los sabios sobre la época del nacimiento de Jesús o Josuah o Jeschu, hijo de María o Mirja, reconocido como el fundador o la causa ocasional de esta religión, aunque él jamás hubiera pensado crear una nueva religión. Los cristianos pasaron casi seiscientos cincuenta años antes de imaginar fechar los sucesos del nacimiento de Jesús. Se le debe a un monje scyta, llamado Dionysios (Denis el pequeño), trasladado a Roma, quien propuso esta era bajo el reino del emperador Justiniano; pero ella no fe adoptada si no cien años después de él. Su cálculo sobre la fecha del nacimiento de Jesús estaba aún más errado que las ocho opiniones de los otros cristianos. Mas, en fin, este cálculo, con todo lo falso que es, prevaleció. Un error es el fundamento de todos nuestros almanaques.

El embrión de la religión cristiana, formado entre los judíos bajo el imperio de Tiberio, fue ignorado por los romanos durante más de dos siglos. Ellos supieron confusamente que hubo una secta llamada galilea, o pobre, o cristiana, pero es todo lo que sabían, y de lo cual ni Tácito ni Suetonio tenían verdaderamente conocimiento. Tácito habla de los judíos al azar, y Suetonio se contenta con decir que el emperador Claudio reprimió a los judíos que hacían disturbios en Roma, instigados por un llamado Cristo o Chrest: Judeos impulsore Chresto assidue tumultuantes repressit (1). Esto no es sorprendente. Había ocho mil judíos en Roma que tenían derecho de sinagoga y que recibían de los emperadores las liberalidades de los permisos del trigo sin que nadie se dignara informarse de los dogmas de este pueblo. Los nombres de Jacob, de Abraham, de Noé, de Adán y de Eva eran tan desconocidos del senado como el de Manco-Cápac lo era de Carlos V antes de la conquista del Perú.

Ningún nombre de estos que llamamos patriarcas había llegado a algún autor griego. Este Adán, que es considerado hoy en Europa como el padre del género humano por los cristianos y por los musulmanes, estuvo ignorado siempre por el género humano hasta los tiempos de Diocleciano y de Constantino.

Se sitúa la guerra de Troya mil doscientos años antes de nuestra era, siguiendo la cronología de los famosos mármoles de Paros. Situamos de ordinario la aventura del judío Jephté en ese mismo tiempo. El pequeño pueblo hebreo no tenía aún ciudad capital. La ciudad de Shéba apareció cuarenta años después, y es esta ciudad de Shéba, vecina del gran desierto de la Arabia Pétrea, la que se llamó Hershalaïm, y luego Jerusalén, para suavizar la dureza de pronunciación.

Antes de que los judíos tuviesen esta fortaleza, hacía ya una multitud de siglos que los grandes pueblos de Egipto, de Siria, de Caldea, de Persia, de Scythia, de la India, de la China y del Japón se habían establecido. El pueblo judío no los conocía y solo tenía imperfectas nociones de Egipto y de Caldea. Separado de Egipto, de Caldea y de Siria por un desierto inhabitable, sin ningún comercio organizado con Tyro, aislado en el pequeño territorio de Palestina, ancho de quince leguas y largo de cuarenta y cinco, como lo afirma san Jerónimo, él no se entregaba a ninguna ciencia y no cultivaba casi ningún arte. Pasó más de seiscientos años sin ningún comercio con los otros pueblos, ni siquiera con sus vecinos de Egipto o de Fenicia. Esto es tan cierto que Flavio Josefo, su historiador, conviene formalmente, en su respuesta a Apión de Alejandría, respuesta dada bajo Tito a Apión, que murió en tiempos de Nerón.

Estas son las palabras de Flavio Josefo en el capítulo IV:

El país que nosotros habitamos estando alejado del mar, no nos dedicamos al comercio y no tenemos comunicación con los otros pueblos; nos contentamos con fertilizar nuestras tierras y dar una buena educación a nuestros hijos. Tales razones, agregadas a lo que ya dije, muestran que no teníamos ninguna comunicación con los griegos, ni con los egipcios, ni con los palestinos, etc.

No examinaremos aquí en qué época empezaron los judíos a ejercer el comercio, la correduría y la usura, ni qué restricción debe darse a las palabras de Flavio Josefo. Limitémonos a hacer ver que los judíos, tan sumergidos como estaban en una atroz superstición, siempre ignoraron el dogma de la inmortalidad del alma, acogida desde hacía tiempo por todas las naciones por las cuales estaban rodeados. No buscamos hacer su historia: se trata solo de mostrar su ignorancia.

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CAPÍTULO II

QUE LOS JUDÍOS IGNORARON DURANTE LARGO TIEMPO EL DOGMA DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA

Es mucho que los hombres hayan podido imaginar por el solo recurso del razonamiento que tuvieran un alma: pues los niños no lo piensan nunca por ellos mismos; solamente se ocupan de sus sentidos y los hombres debieron ser niños durante bastantes siglos. Ninguna nación salvaje conoció la existencia del alma. El primer paso en la filosofía de los pueblos un poco civilizados fue reconocer un no sé qué que dirigía a los hombres, a los animales, a los vegetales, y que presidía sus vidas: ese no sé qué lo llamaron con un nombre vago e indeterminado que equivale a nuestro término de alma. Este nombre no correspondió en ningún pueblo a una idea específica. Fue, lo es todavía y será siempre, una facultad, un poder secreto, una fuerza, un germen desconocido por el cual vivimos, pensamos, sentimos; por el cual los animales viven, y que hace crecer flores y frutas: de ahí las almas vegetativas, sensitivas, intelectuales, con las cuales tanto nos han aturdido. El último paso fue concluir que nuestra alma subsiste después de nuestra muerte y que recibe en otra vida la recompensa por sus buenas acciones o el castigo por sus crímenes. Este sentimiento estaba establecido en India con la metempsicosis hace más de cinco mil años. La inmortalidad de esta facultad que se llama alma existía entre los antiguos persas y entre los antiguos caldeos: era el fundamento de la religión egipcia, y los griegos adoptaron pronto esta teología. Se suponía que estas almas eran pequeñas figuras livianas y aéreas parecidas perfectamente a nuestros cuerpos. Se las designaba en todas las lenguas conocidas con nombres que significaban sombras, manes, genios, demonios, espectros, lares, larvas, duendes, espíritus, etc.

Los brahmanes fueron los primeros en imaginar un mundo, un planeta, en donde Dios aprisionó a los ángeles rebeldes, antes de la formación del hombre. Es la más antigua de todas las teologías.

Los persas tenían un infierno: se lo ve por la fábula tan conocida que es contada en el libro de la religión de los antiguos persas de nuestro sabio Hyde (2). Dios se le aparece a uno de los primeros reyes de Persia, lo lleva al infierno; le muestra los cuerpos de todos los príncipes que han gobernado mal: ahí se encuentra uno al cual le falta un pie (3).

«¿Qué habéis hecho de su pie? Pregunta el persa a Dios.

–Este pícaro, responde Dios, solo hizo una buena acción en su vida; encontró un asno amarrado a un comedero, pero tan alejado de él que no se lo podía comer. El rey se apiadó del asno, dio un puntapié al comedero y se lo acercó; el asno pudo comer. Yo me llevé el pie para el cielo y el resto de su cuerpo para el infierno».

Se conoce el Tártaro de los egipcios, imitado por los griegos y adoptado por los romanos. ¿Quién sabe cuántos dioses e hijos de dioses estos griegos y estos romanos forjaron después de Baco, Perseo, Hércules, y cómo llenaron el infierno con Ixios y Tántalos?

Los judíos nada conocieron de esta teología. Tuvieron la propia, que se limitó a prometer trigo, vino y aceite a quienes obedecieran al Señor degollando a todos los enemigos de Israel y a amenazar con la roña y con úlceras en lo grueso de las piernas y en las posaderas a todos los que le desobedecieran (4); pero en cuanto a almas, castigos en los infiernos, recompensas en el cielo, inmortalidad, resurrección, no se dice una palabra en sus leyes, ni en los escritos de los profetas.

Algunos escritores, más fervorosos que instruidos han pretendido que si el Levítico y el Deuteronomio jamás hablan de la inmortalidad del alma ni de las recompensas o castigos después de la muerte, hay sin embargo pasajes en otros libros del canon judío que podrían hacer suponer que algunos de los judíos conocían la inmortalidad del alma. Ellos aducen y desfiguran este versículo del libro de Job: «Yo creo que mi protector vive y que dentro de unos días me levantará de la tierra: que mi carne vuelta jirones se consolidará. Temblad pues, temed la venganza de mi espada».

Ellos han imaginado que estas palabras: «Yo me levantaré» significarían «Yo resucitaré después de la muerte». ¿Pero, entonces, cómo es posible que aquellos a quienes Job responde tengan miedo de su espada? ¿Qué relación entre la sarna de Job y la inmortalidad del alma?

Uno de los mayores descuidos de los comentaristas es no haber pensado que este Job no era en absoluto judío sino que era árabe, y que no hay ni una palabra en este antiguo drama de Job que tenga alguna conexión con la nación judía.

Otros, abusando de innumerables errores de la traducción latina llamada Vulgata, encuentran la inmortalidad del alma y el infierno de los griegos en las palabras que profiere Jacob (5) al deplorar la pérdida de su hijo José, que los patriarcas, sus hermanos, habían vendido como esclavo a mercaderes árabes, e hicieron pasar por muerto: Yo moriré de dolor, yo descenderé con mi hijo en la fosa. La Vulgata traduce sheol, la fosa, como la palabra infierno, porque la fosa significa subterráneo. Mas qué necedad suponer que Jacob haya dicho: «Yo bajaré al infierno, yo seré condenado, porque mis hijos me han dicho que mi hijo José fue devorado por bestias salvajes». De esta forma se han corrompido casi todos los libros con equívocos absurdos. Y así, se han servido de estos equívocos para engañar a la gente.

Ciertamente, el crimen de los hijos de Jacob y el dolor de su padre nada tienen de común con la inmortalidad del alma. Todos los teólogos sensatos, todos los buenos críticos en ello están de acuerdo; todos confiesan que la otra vida y el infierno fueron desconocidos de los judíos hasta los tiempos de Herodes. El doctor Arnaud, famoso teólogo de París, dice con palabras claras, en su apología de Port-Royal: «Es el colmo de la ignorancia poner en duda tal verdad, que es de las más comunes, y que es atestiguada por todos los padres, que las promesas del Antiguo Testamento eran solamente temporales y terrenales y que los judíos solamente adoraban a Dios por los bienes terrenales». Nuestro sabio Middleton (6) demostró patentemente esta verdad.

Se puede agregar además, que la religión de los judíos no se volvió fija y constante sino después de Esdras. Ellos solamente habían adorado a los dioses extranjeros y a las estrellas, cuando vagaban en los desiertos, si se cree a Ezequiel, a Amós y a san Esteban (7). La tribu de Dan adoró durante mucho tiempo los ídolos de Michas (8); y un nieto de Moisés, llamado Eleazar, era el sacerdote de esos ídolos pagado por toda la tribu.

Salomón fue públicamente idólatra. Los melchim o reyes de Israel adoraron casi todos al dios siriaco Baal. Los nuevos samaritanos, del tiempo del rey de Babilonia, optaron por sus dioses Sochothbenoth, Nergel, Adramelech, etc.

En las infortunadas reglas de la tribu de Judá, Ezequías, Manasés, Sosías, se dice que los judíos adoraban a Baal y a Moloch, que sacrificaban sus hijos en el valle de Topheth. Al fin se encontró el Pentateuco del tiempo del melk o reyecillo Josías; mas pronto después fue destruida Jerusalén, y las tribus de Judá y de Benjamín fueron esclavizadas en las provincias babilónicas.

Probablemente allí muchos judíos se volvieron comisionistas y prenderos: hicieron de la necesidad su industria. Algunos adquirieron suficiente riqueza como para comprar al rey que llamamos Ciro el permiso de reconstruir en Jerusalén un pequeño templo de madera sobre bases de piedra y levantar algunos pedazos de muralla. Se dice, en el libro de Esdras, que volvieron a Jerusalén cuarenta y dos mil trescientas personas, todas muy pobres. Él los cuenta familia por familia, mas se equivoca en su cálculo, al punto que adicionando el total no da sino veinte nueve mil novecientas dieciocho personas. Otro error de cálculo subsiste en el conteo de Nehemías; y un yerro más grande aún en el edicto de Ciro, que trae Esdras. Hace hablar de esta manera al conquistador Ciro: «Adonaí el Dios del cielo me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encomendado construir un templo en Jerusalén, que está en Judea». Se ha notado bien que es como si un sacerdote hiciera decir al Gran Turco: San Pedro y san Pablo me dieron los reinos del mundo y me encomendaron construirles una casa en Atenas, que está en Grecia.

Si se cree a Esdras, Ciro, por el mismo edicto, ordenó que los pobres que habían llegado a Jerusalén fuesen socorridos por los ricos que no habían deseado salir de Caldea, en donde bien se hallaban, por un territorio pedregoso, en donde todo faltaba y en donde ni había siquiera agua para beber durante seis meses del año. Pero, sean ricos, sean pobres, consta que ningún judío de aquel tiempo nos haya dejado la más liviana noción sobre la inmortalidad del alma.

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CAPÍTULO III

CÓMO EL PLATONISMO PENETRÓ ENTRE LOS JUDÍOS