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Dante Alighieri (1265-1321), padre de la lengua italiana, invirtió doce años de su vida en escribir la Divina Comedia. Dos hechos biográficos -la muerte de su amada Beatriz y el exilio de su ciudad, Florencia- le sumieron en un estado de incertidumbre y desilusión que sólo logró superar a través de una poesía universalizante que dejó a las generaciones venideras una obra plena de belleza e inmortalidad, base de la literatura alegórica medieval. En la Divina Comedia Dante pretende decir "lo que nunca ha sido dicho de mujer alguna": la exaltación del triunfo celestial de la amada, la expresión de un amor que transciende las dimensiones físicas de este mundo y se convierte en pura espiritualidad. El resultado final es un fantástico viajes hacia la redención que abarca todo el argumento existencial, desde la creación del hombre hasta su destino final, la divinidad.


La divina comedia



Table of Contents
Cubierta
La divina comedia
Infierno
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII
CANTO XXXIV
Purgatorio
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII
Paraíso
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII

Infierno

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CANTO I

A mitad del camino de la vida,

en una selva oscura me encontraba

porque mi ruta había extraviado.

¡Cuán dura cosa es decir cuál era

esta salvaje selva, áspera y fuerte

que me vuelve el temor al pensamiento!

Es tan amarga casi cual la muerte;

mas por tratar del bien que allí encontré,

de otras cosas diré que me ocurrieron.

Yo no sé repetir cómo entré en ella

pues tan dormido me hallaba en el punto

que abandoné la senda verdadera.

Mas cuando hube llegado al pie de un monte,

allí donde aquel valle terminaba

que el corazón habíame aterrado,

hacia lo alto miré, y vi que su cima

ya vestían los rayos del planeta

que lleva recto por cualquier camino.

Entonces se calmó aquel miedo un poco,

que en el lago del alma había entrado

la noche que pasé con tanta angustia.

Y como quien con aliento anhelante,

ya salido del piélago a la orilla,

se vuelve y mira al agua peligrosa,

tal mi ánimo, huyendo todavía,

se volvió por mirar de nuevo el sitio

que a los que viven traspasar no deja.

Repuesto un poco el cuerpo fatigado,

seguí el camino por la yerma loma,

siempre afirmando el pie de más abajo.

Y vi, casi al principio de la cuesta,

una onza ligera y muy veloz,

que de una piel con pintas se cubría;

y de delante no se me apartaba,

mas de tal modo me cortaba el paso,

que muchas veces quise dar la vuelta.

Entonces comenzaba un nuevo día,

y el sol se alzaba al par que las estrellas

que junto a él el gran amor divino

sus bellezas movió por vez primera;

así es que no auguraba nada malo

de aquella fiera de la piel manchada

la hora del día y la dulce estación;

mas no tal que terror no produjese

la imagen de un león que luego vi.

Me pareció que contra mí venía,

con la cabeza erguida y hambre fiera,

y hasta temerle parecia el aire.

Y una loba que todo el apetito

parecía cargar en su flaqueza,

que ha hecho vivir a muchos en desgracia.

Tantos pesares ésta me produjo,

con el pavor que verla me causaba

que perdí la esperanza de la cumbre.

Y como aquel que alegre se hace rico

y llega luego un tiempo en que se arruina,

y en todo pensamiento sufre y llora:

tal la bestia me hacía sin dar tregua,

pues, viniendo hacia mí muy lentamente,

me empujaba hacia allí donde el sol calla.

Mientras que yo bajaba por la cuesta,

se me mostró delante de los ojos

alguien que, en su silencio, creí mudo.

Cuando vi a aquel en ese gran desierto

«Apiádate de mi —yo le grité—,

seas quien seas, sombra a hombre vivo.»

Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,

y a mis padres dio cuna Lombardía

pues Mantua fue la patria de los dos.

Nací sub julio César, aunque tarde,

y viví en Roma bajo el buen Augusto:

tiempos de falsos dioses mentirosos.

Poeta fui, y canté de aquel justo

hijo de Anquises que vino de Troya,

cuando Ilión la soberbia fue abrasada.

¿Por qué retornas a tan grande pena,

y no subes al monte deleitoso

que es principio y razón de toda dicha?»

«¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente

de quien mana tal río de elocuencia?

—respondí yo con frente avergonzada—.

Oh luz y honor de todos los poetas,

válgame el gran amor y el gran trabajo

que me han hecho estudiar tu gran volumen.

Eres tú mi modelo y mi maestro;

el único eres tú de quien tomé

el bello estilo que me ha dado honra.

Mira la bestia por la cual me he vuelto:

sabio famoso, de ella ponme a salvo,

pues hace que me tiemblen pulso y venas.»

«Es menester que sigas otra ruta

—me repuso después que vio mi llanto—,

si quieres irte del lugar salvaje;

pues esta bestia, que gritar te hace,

no deja a nadie andar por su camino,

mas tanto se lo impide que los mata;

y es su instinto tan cruel y tan malvado,

que nunca sacia su ansia codiciosa

y después de comer más hambre aún tiene.

Con muchos animales se amanceba,

y serán muchos más hasta que venga

el Lebrel que la hará morir con duelo.

Éste no comerá tierra ni peltre,

sino virtud, amor, sabiduría,

y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.

Ha de salvar a aquella humilde Italia

por quien murió Camila, la doncella,

Turno, Euríalo y Niso con heridas.

Éste la arrojará de pueblo en pueblo,

hasta que dé con ella en el abismo,

del que la hizo salir el Envidioso.

Por lo que, por tu bien, pienso y decido

que vengas tras de mí, y seré tu guía,

y he de llevarte por lugar eterno,

donde oirás el aullar desesperado,

verás, dolientes, las antiguas sombras,

gritando todas la segunda muerte;

y podrás ver a aquellas que contenta

el fuego, pues confían en llegar

a bienaventuras cualquier día;

y si ascender deseas junto a éstas,

más digna que la mía allí hay un alma:

te dejaré con ella cuando marche;

que aquel Emperador que arriba reina,

puesto que yo a sus leyes fui rebelde,

no quiere que por mí a su reino subas.

En toda parte impera y allí rige;

allí está su ciudad y su alto trono.

¡Cuán feliz es quien él allí destina!»

Yo contesté: «Poeta, te requiero

por aquel Dios que tú no conociste,

para huir de éste o de otro mal más grande,

que me lleves allí donde me has dicho,

y pueda ver la puerta de San Pedro

y aquellos infelices de que me hablas.»

Entonces se echó a andar, y yo tras él.

CANTO II

El día se marchaba, el aire oscuro

a los seres que habitan en la tierra

quitaba sus fatigas; y yo sólo

me disponía a sostener la guerra,

contra el camino y contra el sufrimiento

que sin errar evocará mi mente.

¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, sostenedme!

¡Memoria que escribiste lo que vi,

aquí se advertirá tu gran nobleza!

Yo comencé: «Poeta que me guías,

mira si mi virtud es suficiente

antes de comenzar tan ardua empresa.

Tú nos contaste que el padre de Silvio,

sin estar aún corrupto, al inmortal

reino llegó, y lo hizo en cuerpo y alma.

Pero si el adversario del pecado

le hizo el favor, pensando el gran efecto

que de aquello saldría, el qué y el cuál,

no le parece indigno al hombre sabio;

pues fue de la alma Roma y de su imperio

escogido por padre en el Empíreo.

La cual y el cual, a decir la verdad,

como el lugar sagrado fue elegida,

que habita el sucesor del mayor Pedro.

En el viaje por el cual le alabas

escuchó cosas que fueron motivo

de su triunfo y del manto de los papas.

Alli fue luego el Vaso de Elección,

para llevar conforto a aquella fe

que de la salvación es el principio.

Mas yo, ¿por qué he de ir? ¿quién me lo otorga?

Yo no soy Pablo ni tampoco Eneas:

y ni yo ni los otros me creen digno.

Pues temo, si me entrego a ese viaje,

que ese camino sea una locura;

eres sabio; ya entiendes lo que callo.»

Y cual quien ya no quiere lo que quiso

cambiando el parecer por otro nuevo,

y deja a un lado aquello que ha empezado,

así hice yo en aquella cuesta oscura:

porque, al pensarlo, abandoné la empresa

que tan aprisa había comenzado.

«Si he comprendido bien lo que me has dicho

—respondió del magnánimo la sombra

la cobardía te ha atacado el alma;

la cual estorba al hombre muchas veces,

y de empresas honradas le desvía,

cual reses que ven cosas en la sombra.

A fin de que te libres de este miedo,

te diré por qué vine y qué entendí

desde el punto en que lástima te tuve.

Me hallaba entre las almas suspendidas

y me llamó una dama santa y bella,

de forma que a sus órdenes me puse.

Brillaban sus pupilas más que estrellas;

y a hablarme comenzó, clara y suave,

angélica voz, en este modo:

"Alma cortés de Mantua, de la cual

aún en el mundo dura la memoria,

y ha de durar a lo largo del tiempo:

mi amigo, pero no de la ventura,

tal obstáculo encuentra en su camino

por la montaña, que asustado vuelve:

y temo que se encuentre tan perdido

que tarde me haya dispuesto al socorro,

según lo que escuché de él en el cielo.

Ve pues, y con palabras elocuentes,

y cuanto en su remedio necesite,

ayúdale, y consuélame con ello.

Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;

vengo del sitio al que volver deseo;

amor me mueve, amor me lleva a hablarte.

Cuando vuelva a presencia de mi Dueño

le hablaré bien de ti frecuentemente."

Entonces se calló y yo le repuse:

"Oh dama de virtud por quien supera

tan sólo el hombre cuanto se contiene

con bajo el cielo de esfera más pequeña,

de tal modo me agrada lo que mandas,

que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;

no tienes más que abrirme tu deseo.

Mas dime la razón que no te impide

descender aquí abajo y a este centro,

desde el lugar al que volver ansías."

"Lo que quieres saber tan por entero,

te diré brevemente —me repuso

por qué razón no temo haber bajado.

Temer se debe sólo a aquellas cosas

que pueden causar algún tipo de daño;

mas a las otras no, pues mal no hacen.

Dios con su gracia me ha hecho de tal modo

que la miseria vuestra no me toca,

ni llama de este incendio me consume.

Una dama gentil hay en el cielo

que compadece a aquel a quien te envío,

mitigando allí arriba el duro juicio.

Ésta llamó a Lucía a su presencia;

y dijo: «necesita tu devoto

ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».

Lucía, que aborrece el sufrimiento,

se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,

sentada al par de la antigua Raquel.

Dijo: "Beatriz, de Dios vera alabanza,

cómo no ayudas a quien te amó tanto,

y por ti se apartó de los vulgares?

¿Es que no escuchas su llanto doliente?

¿no ves la muerte que ahora le amenaza

en el torrente al que el mar no supera?"

No hubo en el mundo nadie tan ligero,

buscando el bien o huyendo del peligro,

como yo al escuchar esas palabras.

"Acá bajé desde mi dulce escaño,

confiando en tu discurso virtuoso

que te honra a ti y aquellos que lo oyeron."

Después de que dijera estas palabras

volvió llorando los lucientes ojos,

haciéndome venir aún más aprisa;

y vine a ti como ella lo quería;

te aparté de delante de la fiera,

que alcanzar te impedía el monte bello.

¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas?

¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?

¿por qué no tienes audacia ni arrojo?

Si en la corte del cielo te apadrinan

tres mujeres tan bienaventuradas,

y mis palabras tanto bien prometen.»

Cual florecillas, que el nocturno hielo

abate y cierra, luego se levantan,

y se abren cuando el sol las ilumina,

así hice yo con mi valor cansado;

y tanto se encendió mi corazón,

que comencé como alguien valeroso:

«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!

y tú, cortés, que pronto obedeciste

a quien dijo palabras verdaderas.

El corazón me has puesto tan ansioso

de echar a andar con eso que me has dicho

que he vuelto ya al propósito primero.

Vamos, que mi deseo es como el tuyo.

Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»

Asi le dije, y luego que echó a andar,

entré por el camino arduo y silvestre.

CANTO III

Por mí se va hasta la ciudad doliente,

por mí se va al eterno sufrimiento,

por mí se va a la fente condenada.

La Juasticia movió a mi Alto Arquitecto.

Hízome la Divina Potestad,

el saber sumo y el amor primero.

Antes de mí no fue cosa creada

sino lo eterno y duro eternamente.

Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

Estas palabras de color oscuro

vi escritas en lo alto de una puerta;

y yo: «Maestro, es grave su sentido.»

Y, cual persona cauta, él me repuso:

«Debes aquí dejar todo recelo;

debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho

en que verás las gentes doloridas,

que perdieron el bien del intelecto.»

Luego tomó mi mano con la suya

con gesto alegre, que me confortó,

y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes

resonaban al aiire sin estrellas,

y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,

palabras de dolor, acentos de ira,

roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira

siempre en el aiire eternamente oscuro,

como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza

dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,

y quién son éstos que el dolor abate?»

Y él me repuso: «Esta mísera suerte

tienen las tristes almas de esas gentes

que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame

de ángeles que no se rebelaron,

no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello

no sea, y el infierno los rechaza,

pues podrían dar gloria a los caídos.»

Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto

y provoca lamentos tan amargos?»

Respondió: «Brevemente he de decirlo.

No tienen éstos de muerte esperanza,

y su vida obcecada es tan rastrera,

que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,

compasión y justicia les desdeña;

de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»

Y entonces pude ver un estandarte,

que corría girando tan ligero,

que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila

de gente, que creído nunca hubiera

que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,

vi y conocí la sombra del que hizo

por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,

que ésta era la secta de los reos

a Dios y a sus contrarios displacientes.

Los desgraciados, que nunca vivieron,

iban desnudos y azuzados siempre

de moscones y avispas que allí había.

Éstos de sangre el rostro les bañaban,

que, mezclada con llanto, repugnantes

gusanos a sus pies la recogían.

Y luego que a mirar me puse a otros,

vi gentes en la orilla de un gran río

y yo dije: «Maestro, te suplico

que me digas quién son, y qué designio

les hace tan ansiosos de cruzar

como discierno entre la luz escasa.»

Y él repuso: «La cosa he de contarte

cuando hayamos parado nuestros pasos

en la triste ribera de Aqueronte.»

Con los ojos ya bajos de vergüenza,

temiendo molestarle con preguntas

dejé de hablar hasta llegar al río.

Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

un viejo cano de cabello antiguo,

gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!

No esperéis nunca contemplar el cielo;

vengo a llevaros hasta la otra orilla,

a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.

Y tú que aquí te encuentras, alma viva,

aparta de éstos otros ya difuntos.»

Pero viendo que yo no me marchaba,

dijo: «Por otra via y otros puertos

a la playa has de ir, no por aquí;

más leve leño tendrá que llevarte».

Y el guía a él: «Caronte, no te irrites:

así se quiere allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Las peludas mejillas del barquero

del lívido pantano, cuyos ojos

rodeaban las llamas, se calmaron.

Mas las almas desnudas y contritas,

cambiaron el color y rechinaban,

cuando escucharon las palabras crudas.

Blasfemaban de Dios y de sus padres,

del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente

que los sembrara, y de su nacimiento.

Luego se recogieron todas juntas,

llorando fuerte en la orilla malvada

que aguarda a todos los que a Dios no temen.

Carón, demonio, con ojos de fuego,

llamándolos a todos recogía;

da con el remo si alguno se atrasa.

Como en otoño se vuelan las hojas

unas tras otras, hasta que la rama

ve ya en la tierra todos sus despojos,

de este modo de Adán las malas siembras

se arrojan de la orilla de una en una,

a la señal, cual pájaro al reclamo.

Así se fueron por el agua oscura,

y aún antes de que hubieran descendido

ya un nuevo grupo se había formado.

«Hijo mío —cortés dijo el maestro

los que en ira de Dios hallan la muerte

llegan aquí de todos los países:


y están ansiosos de cruzar el río,

pues la justicia santa les empuja,

y así el temor se transforma en deseo.

Aquí no cruza nunca un alma justa,

por lo cual si Carón de ti se enoja,

comprenderás qué cosa significa.»

Y dicho esto, la región oscura

tembló con fuerza tal, que del espanto

la frente de sudor aún se me baña.

La tierra lagrimosa lanzó un viento

que hizo brillar un relámpago rojo

y, venciéndome todos los sentidos,

me caí como el hombre que se duerme.

CANTO IV

Rompió el profundo sueño de mi mente

un gran trueno, de modo que cual hombre

que a la fuerza despierta, me repuse;

la vista recobrada volví en torno

ya puesto en pie, mirando fijamente,

pues quería saber en dónde estaba.

En verdad que me hallaba justo al borde

del valle del abismo doloroso,

que atronaba con ayes infinitos.

Oscuro y hondo era y nebuloso,

de modo que, aun mirando fijo al fondo,

no distinguía allí cosa ninguna.

«Descendamos ahora al ciego mundo

—dijo el poeta todo amortecido

:

yo iré primero y tú vendrás detrás.»

Y al darme cuenta yo de su color,

dije: «¿Cómo he de ir si tú te asustas,

y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»

Y me dijo: «La angustia de las gentes

que están aquí en el rostro me ha pintado

la lástima que tú piensas que es miedo.

Vamos, que larga ruta nos espera.»

Así me dijo, y así me hizo entrar

al primer cerco que el abismo ciñe.

Allí, según lo que escuchar yo pude,

llanto no había, mas suspiros sólo,

que al aire eterno le hacían temblar.

Lo causaba la pena sin tormento

que sufría una grande muchedumbre

de mujeres, de niños y de hombres.

El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas

qué espíritus son estos que estás viendo?

Quiero que sepas, antes de seguir,

que no pecaron: y aunque tengan méritos,

no basta, pues están sin el bautismo,

donde la fe en que crees principio tiene.

Al cristianismo fueron anteriores,

y a Dios debidamente no adoraron:

a éstos tales yo mismo pertenezco.

Por tal defecto, no por otra culpa,

perdidos somos, y es nuestra condena

vivir sin esperanza en el deseo.»

Sentí en el corazón una gran pena,

puesto que gentes de mucho valor

vi que en el limbo estaba suspendidos.

«Dime, maestro, dime, mi señor

yo comencé por querer estar cierto

de aquella fe que vence la ignorancia

:

¿salió alguno de aquí, que por sus méritos

o los de otro, se hiciera luego santo?»

Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,

respondió: «Yo era nuevo en este estado,

cuando vi aquí bajar a un poderoso,

coronado con signos de victoria.

Sacó la sombra del padre primero,

y las de Abel, su hijo, y de Noé,

del legista Moisés, el obediente;

del patriarca Abraham, del rey David,

a Israel con sus hijos y su padre,

y con Raquel, por la que tanto hizo,

y de otros muchos; y les hizo santos;

y debes de saber que antes de eso,

ni un esptritu humano se salvaba.»

No dejamos de andar porque él hablase,

mas aún por la selva caminábamos,

la selva, digo, de almas apiñadas

No estábamos aún muy alejados

del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,

que al fúnebre hemisferio derrotaba.

Aún nos encontrábamos distantes,

mas no tanto que en parte yo no viese

cuán digna gente estaba en aquel sitio.

«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,

éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,

que de todos los otros les separa?»

Y respondió: «Su honrosa nombradía,

que allí en tu mundo sigue resonando

gracia adquiere del cielo y recompensa.»

Entre tanto una voz pude escuchar:

«Honremos al altísimo poeta;

vuelve su sombra, que marchado había.»

Cuando estuvo la voz quieta y callada,

vi cuatro grandes sombras que venían:

ni triste, ni feliz era su rostro.

El buen maestro comenzó a decirme:

«Fíjate en ése con la espada en mano,

que como el jefe va delante de ellos:

Es Homero, el mayor de los poetas;

el satírico Horacio luego viene;

tercero, Ovidio; y último, Lucano.

Y aunque a todos igual que a mí les cuadra

el nombre que sonó en aquella voz,

me hacen honor, y con esto hacen bien.»

Así reunida vi a la escuela bella

de aquel señor del altísimo canto,

que sobre el resto cual águila vuela.

Después de haber hablado un rato entre ellos,

con gesto favorable me miraron:

y mi maestro, en tanto, sonreía.

Y todavía aún más honor me hicieron

porque me condujeron en su hilera,

siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.

Así anduvimos hasta aquella luz,

hablando cosas que callar es bueno,

tal como era el hablarlas allí mismo.

Al pie llegamos de un castillo noble,

siete veces cercado de altos muros,

guardado entorno por un bello arroyo.

Lo cruzamos igual que tierra firme;

crucé por siete puertas con los sabios:

hasta llegar a un prado fresco y verde.

Gente había con ojos graves, lentos,

con gran autoridad en su semblante:

hablaban poco, con voces suaves.

Nos apartamos a uno de los lados,

en un claro lugar alto y abierto,

tal que ver se podían todos ellos.

Erguido allí sobre el esmalte verde,

las magnas sombras fuéronme mostradas,

que de placer me colma haberlas visto.

A Electra vi con muchos compañeros,

y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,

y armado a César, con ojos grifaños.

Vi a Pantasilea y a Camila,

y al rey Latino vi por la otra parte,

que se sentaba con su hija Lavinia.

Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,

a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;

y a Saladino vi, que estaba solo;

y al levantar un poco más la vista,

vi al maestro de todos los que saben,

sentado en filosófica familia.

Todos le miran, todos le dan honra:

y a Sócrates, que al lado de Platón,

están más cerca de él que los restantes;

Demócrito, que el mundo pone en duda,

Anaxágoras, Tales y Diógenes,

Empédocles, Heráclito y Zenón;

y al que las plantas observó con tino,

Dioscórides, digo; y via Orfeo,

Tulio, Livio y al moralista Séneca;

al geómetra Euclides, Tolomeo,

Hipócrates, Galeno y Avicena,

y a Averroes que hizo el «Comentario».

No puedo detallar de todos ellos,

porque así me encadena el largo tema,

que dicho y hecho no se corresponden.

El grupo de los seis se partió en dos:

por otra senda me llevó mi guía,

de la quietud al aire tembloroso

y llegué a un sitio en donde nada luce.

CANTO V

Así bajé del círculo primero

al segundo que menos lugar ciñe,

y tanto más dolor, que al llanto mueve.

Allí el horrible Minos rechinaba.

A la entrada examina los pecados;

juzga y ordena según se relíe.

Digo que cuando un alma mal nacida

llega delante, todo lo confiesa;

y aquel conocedor de los pecados

ve el lugar del infierno que merece:

tantas veces se ciñe con la cola,

cuantos grados él quiere que sea echada.

Siempre delante de él se encuentran muchos;

van esperando cada uno su juicio,

hablan y escuchan, después las arrojan.

«Oh tú que vienes al doloso albergue

—me dijo Minos en cuanto me vio,

dejando el acto de tan alto oficio—;

mira cómo entras y de quién te fías:

no te engañe la anchura de la entrada.»

Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?

No le entorpezcas su fatal camino;

así se quiso allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Ahora comienzan las dolientes notas

a hacérseme sentir; y llego entonces

allí donde un gran llanto me golpea.

Llegué a un lugar de todas luces mudo,

que mugía cual mar en la tormenta,

si los vientos contrarios le combaten.

La borrasca infernal, que nunca cesa,

en su rapiña lleva a los espíritus;

volviendo y golpeando les acosa.

Cuando llegan delante de la ruina,

allí los gritos, el llanto, el lamento;

allí blasfeman del poder divino.

Comprendí que a tal clase de martirio

los lujuriosos eran condenados,

que la razón someten al deseo.

Y cual los estorninos forman de alas

en invierno bandada larga y prieta,

así aquel viento a los malos espiritus:

arriba, abajo, acá y allí les lleva;

y ninguna esperanza les conforta,

no de descanso, mas de menor pena.

Y cual las grullas cantando sus lays

largas hileras hacen en el aire,

así las vi venir lanzando ayes,

a las sombras llevadas por el viento.

Y yo dije: «Maestro, quién son esas

gentes que el aire negro así castiga?»

«La primera de la que las noticias

quieres saber —me dijo aquel entonces—

fue emperatriz sobre muchos idiomas.

Se inclinó tanto al vicio de lujuria,

que la lascivia licitó en sus leyes,

para ocultar el asco al que era dada:

Semíramis es ella, de quien dicen

que sucediera a Nino y fue su esposa:

mandó en la tierra que el sultán gobierna.

Se mató aquella otra, enamorada,

traicionando el recuerdo de Siqueo;

la que sigue es Cleopatra lujuriosa.

A Elena ve, por la que tanta víctima

el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles

que por Amor al cabo combatiera;

ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil

sombras me señaló, y me nombró, a dedo,

que Amor de nuestra vida les privara.

Y después de escuchar a mi maestro

nombrar a antiguas damas y caudillos,

les tuve pena, y casi me desmayo.

Yo comencé: «Poeta, muy gustoso

hablaría a esos dos que vienen juntos

y parecen al viento tan ligeros.»

Y él a mí: «Los verás cuando ya estén

más cerca de nosotros; si les ruegas

en nombre de su amor, ellos vendrán.»

Tan pronto como el viento allí los trajo

alcé la voz: «Oh almas afanadas,

hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»

Tal palomas llamadas del deseo,

al dulce nido con el ala alzada,

van por el viento del querer llevadas,

ambos dejaron el grupo de Dido

y en el aire malsano se acercaron,

tan fuerte fue mi grito afectuoso:

«Oh criatura graciosa y compasiva

que nos visitas por el aire perso

a nosotras que el mundo ensangrentamos;

si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo

rogaríamos de él tu salvación,

ya que te apiada nuestro mal perverso.

De lo que oír o lo que hablar os guste,

nosotros oiremos y hablaremos

mientras que el viento, como ahora, calle.

La tierra en que nací está situada

en la Marina donde el Po desciende

y con sus afluentes se reúne.

Amor, que al noble corazón se agarra,

a éste prendió de la bella persona

que me quitaron; aún me ofende el modo.

Amor, que a todo amado a amar le obliga,

prendió por éste en mí pasión tan fuerte

que, como ves, aún no me abandona.

El Amor nos condujo a morir juntos,

y a aquel que nos mató Caína espera.»

Estas palabras ellos nos dijeron.

Cuando escuché a las almas doloridas

bajé el rostro y tan bajo lo tenía,

que el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»

Al responderle comencé: «Qué pena,

cuánto dulce pensar, cuánto deseo,

a éstos condujo a paso tan dañoso.»

Después me volví a ellos y les dije,

y comencé: «Francesca, tus pesares

llorar me hacen triste y compasivo;

dime, en la edad de los dulces suspiros

¿cómo o por qué el Amor os concedió

que conocieses tan turbios deseos?»

Y repuso: «Ningún dolor más grande

que el de acordarse del tiempo dichoso

en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz

de nuestro amor deseas de tal modo,

hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,

cómo hería el amor a Lanzarote;

solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron

la lectura, y el rostro emblanquecía,

pero tan sólo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada

era besada por tan gran amante,

éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.

Galeotto fue el libro y quien lo hizo;

no seguimos leyendo ya ese día.»

Y mientras un espiritu así hablaba,

lloraba el otro, tal que de piedad

desfallecí como si me muriese;

y caí como un cuerpo muerto cae.

CANTO VI

Cuando cobré el sentido que perdí

antes por la piedad de los cuñados,

que todo en la tristeza me sumieron,

nuevas condenas, nuevos condenados

veía en cualquier sitio en que anduviera

y me volviese y a donde mirase.

Era el tercer recinto, el de la lluvia

eterna, maldecida, fría y densa:

de regla y calidad no cambia nunca.

Grueso granizo, y agua sucia y nieve

descienden por el aire tenebroso;

hiede la tierra cuando esto recibe.

Cerbero, fiera monstruosa y cruel,

caninamente ladra con tres fauces

sobre la gente que aquí es sumergida.

Rojos los ojos, la barba unta y negra,

y ancho su vientre, y uñosas sus manos:

clava a las almas, desgarra y desuella.

Los hace aullar la lluvia como a perros,

de un lado hacen al otro su refugio,

los míseros profanos se revuelven.

Al advertirnos Cerbero, el gusano,

la boca abrió y nos mostró los colmillos,

no había un miembro que tuviese quieto.

Extendiendo las palmas de las manos,

cogió tierra mi guía y a puñadas

la tiró dentro del bramante tubo.

Cual hace el perro que ladrando rabia,

y mordiendo comida se apacigua,

que ya sólo se afana en devorarla,

de igual manera las bocas impuras

del demonio Cerbero, que así atruena

las almas, que quisieran verse sordas.

Íbamos sobre sombras que atería

la densa lluvia, poniendo las plantas

en sus fantasmas que parecen cuerpos.

En el suelo yacían todas ellas,

salvo una que se alzó a sentarse al punto

que pudo vernos pasar por delante.

«Oh tú que a estos infiernos te han traído

—me dijo— reconóceme si puedes:

tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»

«La angustia que tú sientes —yo le dije—

tal vez te haya sacado de mi mente,

y así creo que no te he visto nunca.

Dime quién eres pues que en tan penoso

lugar te han puesto, y a tan grandes males,

que si hay más grandes no serán tan tristes.»

Y él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta

de envidia está que ya rebosa el saco,

en sí me tuvo en la vida serena.

Los ciudadanos Ciacco me llamasteis;

por la dañosa culpa de la gula,

como estás viendo, en la lluvia me arrastro.

Mas yo, alma triste, no me encuentro sola,

que éstas se hallan en pena semejante

por semejante culpa», y más no dijo.

Yo le repuse: «Ciacco, tu tormento

tanto me pesa que a llorar me invita,

pero dime, si sabes, qué han de hacerse

de la ciudad partida los vecinos,

si alguno es justo; y dime la razón

por la que tanta guerra la ha asolado.»

Y él a mí: «Tras de largas disensiones

ha de haber sangre, y el bando salvaje

echará al otro con grandes ofensas;

después será preciso que éste caiga

y el otro ascienda, luego de tres soles,

con la fuerza de Aquel que tanto alaban.

Alta tendrá largo tiempo la frente,

teniendo al otro bajo grandes pesos,

por más que de esto se avergüence y llore.

Hay dos justos, mas nadie les escucha;

son avaricia, soberbia y envidia

las tres antorchas que arden en los pechos.»

Puso aquí fin al lagrimoso dicho.

Y yo le dije: «Aún quiero que me informes,

y que me hagas merced de más palabras;

Farinatta y Tegghiaio, tan honrados,

Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca,

y los otros que en bien obrar pensaron,

dime en qué sitio están y hazme saber,

pues me aprieta el deseo, si el infierno

los amarga, o el cielo los endulza.»

Y aquél: « Están entre las negras almas;

culpas varias al fondo los arrojan;

los podrás ver si sigues más abajo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,

te pido que a otras mentes me recuerdes;

más no te digo y más no te respondo.»

Entonces desvió los ojos fijos,

me miró un poco, y agachó la cara;

y a la par que los otros cayó ciego.

Y el guía dijo: «Ya no se levanta

hasta que suene la angélica trompa,

y venga la enemiga autoridad.

Cada cual volverá a su triste tumba,

retomarán su carne y su apariencia,

y oirán aquello que atruena por siempre.»

Así pasamos por la sucia mezcla

de sombras y de lluvia a paso lento,

tratando sobre la vida futura.

Y yo dije: «Maestro, estos tormentos

crecerán luego de la gran sentencia,

serán menores o tan dolorosos?»

Y él contestó: «Recurre a lo que sabes:

pues cuanto más perfecta es una cosa

más siente el bien, y el dolor de igual modo,

Y por más que esta gente maldecida

la verdadera perfección no encuentre,

entonces, más que ahora, esperan serlo.»

En redondo seguimos nuestra ruta,

hablando de otras cosas que no cuento;

y al llegar a aquel sitio en que se baja

encontramos a Pluto: el enemigo.

CANTO VII

«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!»

dijo Pluto con voz enronquecida;

y aquel sabio gentil que todo sabe,

me quiso confortar: «No te detenga

el miedo, que por mucho que pudiese

no impedirá que bajes esta roca.»

Luego volvióse a aquel hocico hinchado,

y dijo: «Cállate maldito lobo,

consúmete tú mismo con tu rabia.

No sin razón por el infierno vamos:

se quiso en lo alto allá donde Miguel

tomó venganza del soberbio estupro.»

Cual las velas hinchadas por el viento

revueltas caen cuando se rompe el mástil,

tal cayó a tierra la fiera cruel.

Así bajamos por la cuarta fosa,

entrando más en el doliente valle

que traga todo el mal del universo.

¡Ah justicia de Dios!, ¿quién amontona

nuevas penas y males cuales vi,

y por qué nuestra culpa así nos triza?

Como la ola que sobre Caribdis,

se destroza con la otra que se encuentra,

así viene a chocarse aquí la gente.

Vi aquí más gente que en las otras partes,

y desde un lado al otro, con chillidos,

haciendo rodar pesos con el pecho.

Entre ellos se golpean; y después

cada uno volvíase hacia atrás,

gritando «¿Por qué agarras?, ¿por qué tiras?»

Así giraban por el foso tétrico

de cada lado a la parte contraria,

siempre gritando el verso vergonzoso.

Al llegar luego todos se volvían

para otra justa, a la mitad del círculo,

y yo, que estaba casi conmovido,

dije: «Maestro, quiero que me expliques

quienes son éstos, y si fueron clérigos

todos los tonsurados de la izquierda.»

Y él a mí. «Fueron todos tan escasos

de la razón en la vida primera,

que ningún gasto hicieron con mesura.

Bastante claro ládranlo sus voces,

al llegar a los dos puntos del círculo

donde culpa contraria los separa.

Clérigos fueron los que en la cabeza

no tienen pelo, papas, cardenales,

que están bajo el poder de la avaricia.»

Y yo: «Maestro, entre tales sujetos

debiera yo conocer bien a algunos,

que inmundos fueron de tan grandes males.»

Y él repuso: «Es en vano lo que piensas:

la vida torpe que los ha ensuciado,

a cualquier conocer los hace oscuros.

Se han de chocar los dos eternamente;

éstos han de surgir de sus sepulcros

con el puño cerrado, y éstos, mondos;

mal dar y mal tener, el bello mundo

les ha quitado y puesto en esta lucha:

no empleo mas palabras en contarlo.

Hijo, ya puedes ver el corto aliento,

de los bienes fiados a Fortuna,

por los que así se enzarzan los humanos;

que todo el oro que hay bajo la luna,

y existió ya, a ninguna de estas almas

fatigadas podría dar reposo.»

«Maestro —dije yo—, dime ¿quién es esta

Fortuna a la que te refieres

que el bien del mundo tiene entre sus garras?»

Y él me repuso: «Oh locas criaturas,

qué grande es la ignorancia que os ofende;

quiero que tú mis palabras incorpores.

Aquel cuyo saber trasciendo todo,

los cielos hizo y les dio quien los mueve

tal que unas partes a otras se ilulninan,

distribuyendo igualmente la luz;

de igual modo en las glorias mundanales

dispuso una ministra que cambiase

los bienes vanos cada cierto tiempo

de gente en gente y de una a la otra sangre,

aunque el seso del hombre no Lo entienda;

por Lo que imperan unos y otros caen,

siguiendo los dictámenes de aquella

que está oculta en la yerba tal serpiente.

Vuestro saber no puede conocerla;

y en su reino provee, juzga y dispone

cual las otras deidades en el suyo.

No tienen tregua nunca sus mudanzas,

necesidad la obliga a ser ligera;

y aún hay algunos que el triunfo consiguen.

Esta es aquella a la que ultrajan tanto,

aquellos que debieran alabarla,

y sin razón la vejan y maldicen.

Mas ella en su alegría nada escucha;

feliz con las primeras criaturas

mueve su esfera y alegre se goza.

Ahora bajemos a mayor castigo;

caen las estrellas que salían cuando

eché a andar, y han prohibido entretenerse.»

Del círculo pasamos a otra orilla

sobre una fuente que hierve y rebosa

por un canal que en ella da comienzo.

Aquel agua era negra más que persa;

y, siguiendo sus ondas tan oscuras,

por extraño camino descendimos.

Hasta un pantano va, llamado Estigia,

este arroyuelo triste, cuando baja

al pie de la maligna cuesta gris.

Y yo, que por mirar estaba atento,

gente enfangada vi en aquel pantano

toda desnuda, con airado rostro.

No sólo con las manos se pegaban,

mas con los pies, el pecho y la cabeza,

trozo a trozo arrancando con los dientes.

Y el buen maestro: «Hijo, mira ahora

las almas de esos que venció la cólera,

y también quiero que por cierto tengas

que bajo el agua hay gente que suspira,

y al agua hacen hervir la superficie,

como dice tu vista a donde mire.

Desde el limo exclamaban: «Triste hicimos

el aire dulce que del sol se alegra,

llevando dentro acidïoso humo:

tristes estamos en el negro cieno.»

Se atraviesa este himno en su gaznate,

y enteras no les salen las palabras.

Así dimos la vuelta al sucio pozo,

entre la escarpa seca y lo de enmedio;

mirando a quien del fango se atraganta:

y al fin llegamos al pie de una torre.

CANTO VIII

Digo, para seguir, que mucho antes

de llegar hasta el pie de la alta torre,

se encaminó a su cima nuestra vista,

porque vimos allí dos lucecitas,

y otra que tan de lejos daba señas,

que apenas nuestros ojos la veían.

Y yo le dije al mar de todo seso:

«Esto ¿qué significa? y ¿qué responde

el otro foco, y quién es quien lo hace?»

Y él respondió: «Por estas ondas sucias

ya podrás divisar lo que se espera,

si no lo oculta el humo del pantano.»

Cuerda no lanzó nunca una saeta

que tan ligera fuese por el aire,

como yo vi una nave pequeñita

por el agua venir hacia nosotros,

al gobierno de un solo galeote,

gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa.»

«Flegias, Flegias, en vano estás gritando

díjole mi señor en este punto—;

tan sólo nos tendrás cruzando el lodo.»

Cual es aquel que gran engaño escucha

que le hayan hecho, y luego se contiene,

así hizo Flegias consumido en ira.

Subió mi guía entonces a la barca,

y luego me hizo entrar detrás de él;

y sólo entonces pareció cargada.

Cuando estuvimos ambos en el leño,

hendiendo se marchó la antigua proa

el agua más que suele con los otros.

Mientras que el muerto cauce recorríamos

uno, lleno de fango vino y dijo:

«¿Quién eres tú que vienes a destiempo?»

Y le dije: « Si vengo, no me quedo;

pero ¿quién eres tú que estás tan sucio?»

Dijo: «Ya ves que soy uno que llora.»

Yo le dije: «Con lutos y con llanto,

puedes quedarte, espíritu maldito,

pues aunque estés tan sucio te conozco.»

Entonces tendió al leño las dos manos;

mas el maestro lo evitó prudente,

diciendo: «Vete con los otros perros.»

Al cuello luego los brazos me echó,

besóme el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,

bendita la que estuvo de ti encinta!

Aquel fue un orgulloso para el mundo;

y no hay bondad que su memoria honre:

por ello está su sombra aquí furiosa.

Cuantos por reyes tiénense allá arriba,

aquí estarán cual puercos en el cieno,

dejando de ellos un desprecio horrible.»`

Y yo: «Maestro, mucho desearía

el verle zambullirse en este caldo,

antes que de este lago nos marchemos.»

Y él me repuso: «Aún antes que la orilla

de ti se deje ver, serás saciado:

de tal deseo conviene que goces.»

Al poco vi la gran carnicería

que de él hacían las fangosas gentes;

a Dios por ello alabo y doy las gracias.

«¡A por Felipe Argenti!», se gritaban,

y el florentino espiritu altanero

contra sí mismo volvía los dientes.

Lo dejamos allí, y de él más no cuento.

Mas el oído golpeóme un llanto,

y miré atentamente hacia adelante.

Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo,

se acerca la ciudad llamada Dite,

de graves habitantes y mesnadas.»

Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas

en el valle distingo claramente,

rojas cual si salido de una fragua

hubieran.» Y él me dijo: «El fuego eterno

que dentro arde, rojas nos las muestra,

como estás viendo en este bajo infierno.»

Así llegamos a los hondos fosos

que ciñen esa tierra sin consuelo;

de hierro aquellos muros parecían.

No sin dar antes un rodeo grande,

llegamos a una parte en que el barquero

«Salid —gritó con fuerza— aquí es la entrada.»

Yo vi a más de un millar sobre la puerta

de llovidos del cielo, que con rabia

decían: «¿Quién es este que sin muerte

va por el reino de la gente muerta?»

Y mi sabio maestro hizo una seña

de quererles hablar secretamente.

Contuvieron un poco el gran desprecio

y dijeron: « Ven solo y que se marche

quien tan osado entró por este reino;

que vuelva solo por la loca senda;

pruebe, si sabe, pues que tú te quedas,

que le enseñaste tan oscura zona.»

Piensa, lector, el miedo que me entró

al escuchar palabras tan malditas,

que pensé que ya nunca volvería.

«Guía querido, tú que más de siete

veces me has confortado y hecho libre

de los grandes peligros que he encontrado,

no me dejies —le dije— así perdido;

y si seguir mas lejos nos impiden,

juntos volvamos hacia atrás los pasos.»

Y aquel señor que allí me condujera

«No temas —dijo— porque nuestro paso

nadie puede parar: tal nos lo otorga.

Mas espérame aquí, y tu ánimo flaco

conforta y alimenta de esperanza,

que no te dejaré en el bajo mundo.»

Así se fue, y allí me abandonó

el dulce padre, y yo me quedé en duda

pues en mi mente el no y el sí luchaban.

No pude oír qué fue lo que les dijo:

mas no habló mucho tiempo con aquéllos,

pues hacia adentro todos se marcharon.

Cerráronle las puertas los demonios

en la cara a mi guía, y quedó afuera,

y se vino hacia mí con pasos lentos.

Gacha la vista y privado su rostro

de osadía ninguna, y suspiraba:

«¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»

Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,

no te asustes, pues venceré la prueba,

por mucho que se empeñen en prohibirlo.

No es nada nueva esta insolencia suya,

que ante menos secreta puerta usaron,

que hasta el momento se halla sin cerrojos.

Sobre ella contemplaste el triste escrito:

y ya baja el camino desde aquélla,

pasando por los cercos sin escolta,

quien la ciudad al fin nos hará franca.

CANTO IX

El color que sacó a mi cara el miedo

cuando vi que mi guía se tornaba,

lo quitó de la suya con presteza.

Atento se paró como escuchando,

pues no podía atravesar la vista

el aire negro y la neblina densa.

«Deberemos vencer en esta lucha

—comenzó él— si no... Es la promesa.

¡Cuánto tarda en llegar quien esperamos.»

Y me di cuenta de que me ocultaba

lo del principio con lo que siguió,

pues palabras distintas fueron éstas;

pero no menos miedo me causaron,

porque pensaba que su frase trunca

tal vez peor sentido contuviese.

« ¿En este fondo de la triste hoya

bajó algún otro, desde el purgatorio

donde es pena la falta de esperanza?»

Esta pregunta le hice y: «Raramente

—él respondió— sucede que otro alguno

haga el camino por el que yo ando.

Verdad es que otra vez estuve aquí,

por la cruel Eritone conjurado,

que a sus cuerpos las almas reclamaba.

De mí recién desnuda era mi sombrío,

cuando ella me hizo entrar tras de aquel muro,

a traer un alma del pozo de Judas.

Aquel es el más bajo, el más sombrío,

y el lugar de los cielos más lejano;

bien sé el camino, puedes ir sin miedo.

Este pantano que gran peste exhala

en torno ciñe la ciudad doliente,

donde entrar no podemos ya sin ira.»