Clara Obligado

 

 

Las otras vidas

 

 

 

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Clara Obligado, Las otras vidas

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-512-5

 

© Clara Obligado, 2005

© Ilustración de cubierta: Wieslaw Walkuski. Polish Poster Gallery, 2005

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 55

 

 

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A Camila, por encima

de todas las dedicatorias

 

 

 

 

 

 

 

Quien quiera vivir más de una vida,

más de una muerte debe morir.

Oscar Wilde

 

Los textos que integran este libro fueron escritos a lo largo de muchos años y pertenecen a diferentes lógicas narrativas. Sin embargo, hay en ellos temas comunes: el desarraigo, la distan­cia de la extranjería, ese eterno interrogarnos sobre qué hubiera sucedido si, en lugar de un camino, hubiésemos elegido otro. Son cuentos mestizos, es decir, están escritos en mis dos castellanos, el que se habla en mi país de acogida y el que se usa en mi país natal.

Versiones de El adelantado, Ulises, La sirena y Los pecados de la carne ya han sido publicadas, pero nunca de forma independiente. Las dos flechas de Cupido es una rama lateral de mi novela La hija de Marx, un homenaje a mis tiempos de estudiante de latín; Lenguas vivas nació en Salsa. La aventura y El enviado recibieron, hace tiempo, un premio que los desgarró del conjunto al que pertenecían. Lo mismo sucede con El cazador, publicado en un volumen que casi nadie conoce. Escribí Con las mujeres nunca se sabe a pedido de Guillermo Samperio, para integrar la colección mexicana de Di algo para romper este silencio, en homenaje a Raymond Carver. En esta nueva versión, la historia fuerza el universo carveriano hasta ponerlo en contacto con Argentina, buscando puntos comunes entre diferentes devastaciones: la guerra de las Malvinas y la de Vietnam. Los más recientes, terminados en los últimos meses, son Exilio, El río el río, Paternidad y El grito y el silencio. En cuanto a Yo, en otra vida, fui avestruz, lo considero mi biografía y en él pretendo representar el conflicto de vivir en una tierra tan querida como extraña.

Madrid, octubre de 2005

Yo, en otra vida, fui avestruz

 

A Clara Vallejos

 

Yo, en otra vida, fui avestruz. Le llamará la atención, porque aquí me ve con mi aspecto de madre de familia un poco entrada en carnes, pero eso fue hace mucho tiempo y en otro país, cuando era joven y, además, transcurrió en paralelo. Quiero decir que, al mismo tiempo, fui mujer y avestruz.

Es posible que usted no sepa bien qué es un avestruz. Pues mire, son unos animales preciosos con un cuello larguísimo, que nosotros llamamos ñandú y más científicamente rhea americana, porque avestruz es el nombre que tienen en África. Todo esto lo busqué en la enciclopedia Vida salvaje que compré en cuotas y que traía de regalo el microondas. Me valió la pena, con el amor que le tomé a esos bichos.

A mí me encantaba correr por las pampas, las pampas, eso que sale en los folletos de viaje, donde los pastos son tan altos que llegan hasta los cuernos de las vacas y la tierra es tan plana que da la vuelta al mundo. Como le estaba diciendo, me encantaba correr sobre todo cuando caía la tarde y el cielo dibuja una franja rosa y azul alrededor de la tierra y los pájaros vuelan bajito porque regresan cansados a la laguna. No, no era peligroso, entonces no nos cazaban para hacer plumeros, eso vino mucho después.

Como le digo: éramos la mar de felices. Tal vez se esté preguntando cuándo pasó la historia, más que cómo es eso de que haya sido, al mismo tiempo, mujer y avestruz. Aquí, donde me ve, yo tengo más de cuarenta años y lo de la avestruz fue hace por lo menos cien. Me trajo unos problemas terribles explicarle a mi marido que yo había vivido en otro tiempo y en otro lugar: lo de la avestruz, ni siquiera lo intenté, ya sabe lo poco comprensivos que son los hombres.

Mi otro estado era fenomenal, sobre todo porque el macho de la manada cuidaba de las crías, que se llaman charitos; así que nosotras, las hembras, nos la pasábamos de miedo, todo el día picoteando por ahí, alargando el cuello y charlando entre nosotras. ¿Se imagina lo que es tener ese porte, esa elegancia, esos ojos grandes y grises, esas pestañazas? Era una preciosidad y yo, que soy tan presumida, disfrutaba como una lo­ca. Las otras hembras, no, porque, aunque los teníamos todas iguales, yo, además, era mujer.

Un día me cazaron con las boleadoras y me llevaron a un rancho, como le dicen por allí a las casitas construidas con barro y que a los alemanes ahora les parecen tan ecológicas. Bueno, le resumo. El criollo se encariñó conmigo y después de acariciarme mucho el lomo me amansé, y me dedicaba a comer bichitos por el patio. Bichitos y todo lo que encontraba, porque ya sabe, las avestruces nos tragamos cualquier cosa. Me encantaba sentir cómo bajaba la plata por mi cuello, hasta el buche; el hombre era soguero, y el patio estaba lleno de brillos. Perdone, tampoco sabrá lo que es ser soguero, enseguida se lo explico: es un oficio que consiste en hacer las riendas y todas esas cosas para los caballos, y él las hacía muy adornadas.

Era precioso verlo sentarse de tardecita, cuando el cielo es un remolino de nubes, y enjabonarse las manos para ponerse a trenzar. Ahí nomás, con tres hilitos de cuero atados a un árbol, el hombre sacaba un cabestro, una cincha, un bozal. Iba acariciando los tientos y haciendo nudos mientras mezclaba la plata y justo cuando el sol se escondía se levantaba del banquito para ponerse a pensar. Yo no sé qué pensaría el hombre, pero frente a un sol que se pone tan rojo y con esas nubes, algo importante debía de ser. Luego se me acercaba y me decía, acariciándome las plumas, con los ojos acuosos: «Ay, mi linda avestruz, qué gauchita, mi linda avestruz».

En invierno metía la cabeza bajo sus sábanas y, como era muy cariñoso y yo estaba calentita, me hacía un lugar. Él apagaba el farol y yo apoyaba el pico contra su pecho y también sentía su calor, y el corazón de los humanos, que bombea pesado y lento. Ya sé que le parecerá extraño, pero yo dormía con el hombre.

Como le decía, además de ñandú era mujer, y me metía contentísima en su cama. Sólo echaba de menos una piel sensible para sentirlo más, porque la caricia en las plumas no es suficiente. A usted se lo puedo decir: sentía la añoranza de mis pechos.

La que no estaba tan contenta era la novia, que a veces venía a visitarlo. Era una mulata fea y ordinaria, vestida de colores chillones que no pegan con los tonos tan sobrios de la pampa, y además tenía el pelo mota, los ojos como car­bones y el cuello corto, así que no soportaba esos ojazos grises míos y por eso, cuando estábamos solas, me decía: «mal­dita presumida, te voy a arrancar las plumas y voy a ha­­cerme zapatos con tu piel». Un día trató de que me comiera un cigarro encendido y el hombre se enfadó tanto que casi le pega. Yo silbaba de contenta pero, como soy tan discreta, me salí de la habitación para que se pudieran reconciliar. Y me que­dé sola en el patio, con la cabeza bajo el ala, porque ojos que no ven, corazón que no siente.

Qué bonito es el campo en primavera, todo lleno de florcitas, con el cielo tan azul, los peludos agujereándolo todo, las perdices con su agudísimo reclamo, las vizcachas, los teros. Yo correteaba feliz bamboleando el cuello, abriendo mucho las alas para mantener el equilibrio, golpeando la pampa como un tambor, porque nosotras, no sé si se ha fijado, tenemos unas piernas tremendas. A lo lejos oía llamar al macho de la manada y, qué quiere que le diga, se me despertaba el instinto, con tantos animales apareándose que había por ahí. Al fin y al cabo, era natural. Parece que al hombre le pasaba lo mismo, porque en esa época –piense que le hablo de cien años atrás– las mujeres no se entregaban sin pasar por la boda y la mulata le permitía todo, menos lo esencial, que tonta no era y quería casarse, para dejarlo después ardiendo. Y solo.

Así que una noche de luna plagada de luciérnagas, cuando las ranas croan y huele el campo a verde y a nuevo, el hombre me empezó a llamar desde la cama, primero con silbiditos, pero después con palabras y, mientras decía «mi linda avestruz, mi hembrita, qué mansita mi linda avestruz», iba dejando un lugar a su lado y apagando el farol, aunque ya no hacía frío va y me acaricia el lomo con sus manos grandes y curtidas y yo sin saber qué pensar, porque nunca había visto a un hombre desnudo y ahora él estaba desembarazándose de todo lo que nos separaba y yo dudando de sus intenciones pero al mismo tiempo me esponjaba para que encontrara la piel, y era tan dulce su peso de hombre que mire, lo dejé hacer.

Así fue como perdí la virginidad. Por eso no se lo he contado a mi marido, ya sabe lo celoso que es. Que haya vivido en otro siglo y en otro país eso, en el fondo, le gusta: dice que da cultura.

La aventura

 

Para Alejandro Fernández Arango

 

Primero fue la noche turbia del smog; luego el traqueteo de las ruedas sonando sobre los baches y el asfalto, el chirriar del freno, el amarillo violento del coche frente a los ojos y, por fin, el anhelado escalón bajo el pie un poco dolorido dentro de los zapatos de domingo, los pantys dibujándole la rodilla que se dobla (como una media luna pálida), la franja de carne asomándose al tensar el brazo sobre la puerta del autobús, entre la falda y el jersey, apenas un parpadeo restallante que tal vez incite al hombre que está detrás (porque siempre hay un hombre que atrapa el destello) y luego, cuando los cuerpos se balancean de proa a popa y el autobús arranca, se siente una opresión a estribor, el aleteo de una promesa minúscula en la leve presión, y es entonces cuando ella apuesta (porque no puede ver la cara del que viene detrás) y se lo juega todo al brevísimo tacto y se retira, buscando un asiento, dejando que la aventura avance por detrás.

Luego, cuando se acomoda, sabe que él se ha sentado tam­bién, probablemente a sus espaldas, y que, mientras el camino desenrolla casitas bajas y bloques de apartamentos y prados en donde aún pacen ovejas, él mirará su cuello, su oreja derecha, el lóbulo rojo por el incipiente deseo. Acaso sienta la tentación de palpar su antebrazo desnudo, o prefiera que tan sólo la mirada recorra y prometa: el cuello tenso, el hombro blanco y límpido, el alboroto de las hebras de pelo liberándose del moño. Ella se abanica para que su perfume se eleve, y vuele, y lo busque, para que el peinado abandone un poco la cárcel impuesta por la mañana en la peluquería. Entre ella y el hombre el asiento impide el abrazo inevitable, el tacto de su espalda contra el traje de él (él llevará corbata) y se alegra porque lo oye toser (¿fumará en pipa?), le encanta el tono de voz que adivina ronca, sensual. El autobús avanza, se abarrota de pasajeros incapaces de percibir la situación. Ahora se ha establecido entre los dos una corriente tan densa que ni siquiera la radio a todo volumen puede acallar, y ella se distrae un segundo al llegar a Leganés porque sube una mujer cargando un niño que amenaza con pegarle un moco en el hombro. La mujer le da un azote y el niño llora mientras ella debe levantarse un segundo para dejarlos pasar, y lo hace lentamente, bamboleando un poco las caderas enfundadas en tela negra que rebasan el asiento, y está pensando que el hombre sin duda catará, conteniéndose apenas, ese balanceo profético al compás del autobús. Sudorosos y en mono suben también varios hombres que hablan a los gritos sobre el sindicato y las horas extra, dos enamorados de no más de quince años, una mujer mayor que mira con hambre los asientos; ella escucha a los jóvenes, entre el traqueteo y los gritos del crío: «qué guay, tío, jo, cómo mola» y revisa sin quererlo su juventud, la ira de su madre ante el embarazo y su posterior empecinamiento en colocarse azahares en la muñeca el día de la boda, con tripa y todo. Frena el coche con tal vehemencia, que el polvo pálido que lo perseguía entra por las ventanillas. Preocupada siente que ha perdido contacto con el hombre de atrás, ¿se habrá quedado en Villaverde? El pasillo se vacía otra vez y ella mira un momento hacia abajo, hacia atrás, y alcanza a ver los zapatos negros, lustradísimos, vibrando sobre el suelo de goma sucio de pipas. Un hombre con tales zapatos debe de ser un hombre atractivo, la botamanga que asoma promete un traje planchado y perfecto (¿planchado por alguna mujer?, ¿acaso su esposa?) aunque esto no tiene importan­cia, finalmente ella también está casada y esta libertad en que la dejan los viajes del marido no modifica el amor que siente por él. ¿Amor? Sí, tal vez sea esa la palabra: porque al principio había temido abandonarlo todo, pero luego comprendió que el amor era eso, algo que la ataba. Cierra la cortinilla para protegerse, porque el sol rojo del poniente la ciega; recuerda –mientras se defiende de un culo enorme que amenaza con caer sobre su regazo– que fue duro al principio, cuan­do ella decidió que cada vez que su marido viajara con la obra ella viviría una tarde de libertad. Que los hombres ocasionales fueran casados o solteros no le preocupaba, con tal de entregarse a esas tardes tan raras, con tal de que nada le impidiera los viajes en autobús. La pareja «guay cómo mola» se ha sentado adelante y ella los ve besarse entre los asientos. Solos, en medio del fragor, exploran con sus lenguas la bóveda del paladar y, cuando la mano del muchacho palpa el pecho de la joven, ella siente que está viendo un vídeo porno con su marido un sábado por la noche, esperando que encienda el deseo. A ella le gusta ver cómo los hombres, siempre bien dotados, toman a las mujeres por la cintura y ellas, lamiéndose los labios, con la cabeza echada hacia atrás y el pecho erguido, comienzan a subir y a bajar. En ese momento siempre apagaban la luz, y jadeaban a coro los cuatro. Salió del recuerdo porque volvía a escuchar cómo, a sus espaldas, el hombre carraspeaba removiéndose en el asiento, acaso contagiado por la sensualidad espesa que emanaban los jóvenes amantes y ella lo deseó desnudo, bajo las sábanas, en un cuarto de hotel. Tenía que ser así, como en las películas, él la seguiría por Atocha y luego, con un gesto firme, la cogería del brazo para invitarla a una caña en El Diamante. Allí hablarían un poco, de temas generales, nunca de su vida privada. Pronto el hombre (que es todo un caballero), le retiraría la silla para que se levantara y, acercándose a su cuello desnudo, dejaría caer un beso. Él, que presiente lo que pronto habrá de suceder, se remueve inquieto en el asiento de atrás, esperando tal vez que, en la próxima parada, ella descienda y se entregue, todo a la vez. No tiene que preocuparse si cuida los horarios, si la mesa está servida a tiempo para los hijos; Madrid está tan lejos. Claro que al principio había temido enamorarse. Estas cosas suceden, porque ya se sabe que amor es ciego y suele herir a sus víctimas en los momentos menos propicios. Luego, a medida que se repetían los viajes y los encuentros, comprendió que esto era diferente; incluso lo supo con aquel joven de los zapatos color café. Le ajustan las bragas nuevas un poco bajo la faja y ya en la Elíptica comenzó, nerviosa, a planear el descenso. Mejor sería por la puerta delantera, porque así él tendría la posibilidad de seguirla sin ser visto y ella sentiría cómo respiraba, cómo su aliento cálido le rozaba el cuello y él apreciaría las caderas, la cintura, claro que sin animarse a tocarla aún. Cuando llegaran al hotel ella bajaría los ojos con ese tonto temor de ser descubierta, aunque una ciudad grande siempre encubre, y subiría en el ascensor sin mirarlo (sólo la espalda y el traje perfecto) y, ni bien cerraran la puerta, se dejaría besar en los labios mientras hundía su mano (la camisa era de seda) en el pecho amplio y velludo. El autobús, casi vacío, frenaba ahora en los semáforos, se acercaba trepidando a Palos de Moguer y rodaba por las calles bochornosas. Tensa, deseosa, acomodó su pelo, cerró el abanico, comprobó su sujetador en la promesa del crepúsculo. Cuando ella sintiera su piel sin duda el hombre perdería los nervios (siempre sucedía así) y con un gesto brutal le metería la mano entre las piernas, arrancaría la faja y buscaría a tientas el vértice jugoso y ella, mientras tanto, estaría ocupada con los botones del pantalón, tentando, admirando. Ahora, atrás, el hombre se remueve inquieto y sólo queda penetrar por el túnel que lleva a la estación, habitar la boca cuajada de humos y de olor a gasolina, descender, espléndida, sintiendo en el estómago la terrible tensión del deseo, el roce atrevido del pecho de él sobre su espalda (no quiere que la desnude tan de prisa como su marido, quiere que la recueste ya, sobre la alfombra del hotel, que murmure palabras tiernas, que la haga desear, presentirlo, poseyéndola sin quitarle las bragas, largamente, le gustaría también que él la inmovilizara sobre la alfombra, asiéndola por las muñecas y que luego la dejara montarlo también, mientras ella humedece los labios, echa la cabeza hacia atrás y empieza a subir y a bajar, a subir y a bajar); ahora el deseo la arrastra a la noche oscura del túnel por donde el autobús ya desciende; se pone de pie, temblando, y siente la presencia del hombre cuyos labios sin duda están por besar su cuello, ve las manos fuertes apoyándose en los asientos, pisa la escalerilla de metal, con cuidado, para no temblar sobre los altísimos tacones y luego cierra los ojos, agradecida, esperando que todos hayan partido, aspirando el gasoil, hasta que llegue el silencio, hasta que los pasos del hombre se alejen y, con la tristeza de lo que termina pero satisfecha, volverá a subir al autobús, buscará un asiento para regresar pronto a casa, relajada, a tiempo para la cena, feliz, hasta el próximo viaje, agotada por la aventura.

 

Ulises

 

A Mariángeles Fernández

 

Cuando Giovanni –harto de pobreza y sediento de aventuras– decidió por fin abandonar el pueblo donde un sol tórrido malograba las cosechas, se acercó a su madre y le pidió la bendición. Pero la vieja, dándole la espalda y con los dedos en cruz, le espetó: