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Iban Zaldua

 

 

Biodiscografías

Discos, casetes y demás recuerdos falsos

 

 

Ilustraciones de Alaitz Alberdi

 

 

 

 

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Iban Zaldua, Biodiscografías

Título original: Biodiskografiak

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN: 978-84-8393-505-7

 

© De los textos: Iban Zaldua, 2015

© De la traducción: Iban Zaldua, 2015

© De las ilustraciones: Alaitz Alberdi, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 216

 

 

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Índice

 

Mi fecha de nacimiento (I)

Restaurante de carretera

Londres, 1968

En Playa Negra

Una pistola de señales

El mejor álbum progresivo de toda la historia

A89, La Transeuropéenne

Park Gu-Yong

Naturaleza muerta

Esperando

El imperio celeste

Tendremos que hablar algún día

Jukebox

En el Tanit

Con Eneko

En la tienda de vinilos de segunda mano

La culpa no fue mía

Mil novecientos ochenta y cuatro

Nostalgias

Para Robar Un Elepé

Interludio: Tres conciertos

Pruebas

Huevos

Fallos de la memoria

Winterthur

Una carta para M.

Durante el desayuno

Ritos

El iPod

La estética de la desaparición

En la nueva casa

El plazo

Vámonos de aquí

Sin alma

Obsesiones

Un buen día

Ficción

La última vez

Cocktail bar

De camino a Jamilah

Hacia el festival

Mi fecha de nacimiento (II)

Posfacio inesperado

 

 

 

¿La música? Es el arte de la elocuencia a medias, sospechoso, irresponsable, insensible.

Settembrini en La montaña mágica, de Thomas Mann

 

 

 

Nunca he creído que la música pop sea basura escapista.

Siempre hay una especie de oscuridad en ella, incluso en la gran música pop.

Thom Yorke

 

 

 

Solo en la buena literatura ocurre que una persona deja de comer y de dormir porque se haya sobreexcitado. En la realidad, la vida es mucho más simple, y, tal como Zoshchenko señaló, la vida da poco material a los escritores de ficción.

Dmitri Shostakovich

 

 

 

El otro día estuve hablando con un chaval que trataba de convencerme de que los cedés eran mejores que los vinilos porque no tienen ruido de fondo. Y yo le dije «escucha, amigo, la vida tiene ruido de fondo».

John Peel

 

 

 

Escribir sobre música es como bailar arquitectura: una cosa realmente estúpida para querer hacer.

(Atribuida a) Elvis Costello

 

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Mi fecha de nacimiento (I)

 

The Beatles

Revolver

EMI, 1966.

 

Hay quien se vanagloria de que su fecha de nacimiento coincida con la de algún gran escritor o artista, o de que ese mismo día ocurriera algún acontecimiento histórico. Yo siempre he reivindicado que nací el mismo año que los Beatles publicaron Revolver, es decir, en 1966. No creo en horóscopos y similares, pero haber nacido a la vez que Revolver siempre me pareció algo grande, como si fuera un talismán que me protegería durante toda mi vida: es la única cuestión de mi vida en la que le he hecho sitio a algo que podría considerarse superstición.

Para cualquier aficionado al pop el estatus de Revolver en el panteón de los mejores álbumes de la historia es incuestionable: si no aparece el primero de la lista, estará casi seguro entre los primeros, como certifican la mayoría de enciclopedias, revistas especializadas o páginas web que se ocupan de elaborar tales ránquines. Es un disco perfecto, desde la irónica «Taxman» –¡cuántas veces no se habrá copiado su riff!– hasta la inquietante y onírica «Tomorrow Never Knows» –esos golpes secos de batería, todos los efectos extraños…–. Y allí están, entre otras, la sobria tristeza costumbrista de «Eleanor Rigby» y la psicodelia perezosa de «I’m Only Sleeping». Los sonidos de sitar de «Love You To» y la melodía alegre de «She Said, She Said», esa maravilla del pop de guitarras. La brillante intrascendencia de «And Your Bird Can Sing» y el romanticismo casi panteísta de «Here, There and Everywhere». La juguetona «Doctor Robert» y el soul disfrazado de «Got to Get You into My Life». Incluso aunque nos la hayan hecho escuchar mil veces, en ese contexto no deja de tener su aquel el infantilismo de «Yellow Submarine»... Los Beatles llegaron a lo más alto con Revolver: el grupo alcanzó su madurez artística y, con él, hasta cierto punto, también lo hizo la cultura del rock.

Por eso no pude creerlo cuando mi vida empezó a desmoronarse. No voy a entrar en detalles, pero el caso es que las cosas me empezaron a ir mal, peor que mal: invertí unos ahorros de manera desastrosa, un amigo me traicionó, no logré terminar mi tesis doctoral, mi mujer acabó pidiéndome el divorcio… Ponía una y otra vez Revolver en el tocadiscos de casa, pero ni siquiera ese intento de exorcismo funcionaba. Empecé a obsesionarme, cada vez más. Mis amigos, desde luego, me decían que no andaba bien de la cabeza, que dejara de pensar de una vez en los Beatles y en Revolver. Pero yo estaba dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto.

La única solución, desde luego, era profundizar, de manera que inicié una pequeña investigación. Nací el 18 de febrero de 1966. Pronto supe que esa fecha no se correspondía de ninguna manera con la de la publicación del disco, porque eso ocurrió en verano de aquel año, pero aún abrigaba esperanzas: pensaba que sería suficiente con que una sola de las canciones del disco se hubiera grabado el 18 de febrero, que eso me salvaría, y lo que me estaba ocurriendo no sería, por lo tanto, más que una mala racha. Así que consulté algunas de las numerosas cronologías de la historia de los Beatles. Pero fue inútil: durante el primer trimestre de 1966 Paul, John, George y Ringo se tomaron el único período de vacaciones del que disfrutaron hasta entonces, y no volvieron a encontrarse hasta abril, cuando comenzaron a grabar Revolver.

Si, por lo tanto, aquel 18 de febrero no ocurrió absolutamente nada que tuviera que ver con Revolver, ¿por qué pudo ser significativo aquel día en la historia de la música pop? Esa era la pregunta que me hacía y me inquietaba, y mis cada vez más febriles indagaciones me llevaron, finalmente, a la solución: aquel fue el día en que los Beach Boys empezaron a grabar la canción «Good Vibrations», su último clásico.

 

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Restaurante de carretera

 

The Moody Blues

Days of Future Passed

Deram, 1967.

 

Aquel verano –fue a finales de la década de los noventa– nos propusimos viajar a lo largo de la costa este de los Estados Unidos. Después de pasar unos días en Nueva York, alquilamos un automóvil y salimos hacia el sur: Nueva Jersey, Delaware, Maryland, Washington D.C., Virginia, Carolina del Norte y del Sur, Georgia. En Florida, sin embargo, no nos acompañó la suerte: los mosquitos nos hicieron pasar una noche infernal cerca de los Everglades y, a la mañana siguiente, ni siquiera pudimos llegar a Miami. Estaba anunciado un violento huracán y tuvimos que largarnos hacia el norte, lo mismo que muchos turistas y residentes de la zona.

Después de todo un aburrido día conduciendo –el tráfico ya se había empezado a descongestionar a nuestro alrededor–, paramos a cenar algo en un restaurante de carretera, bastante cerca de la frontera entre Florida y Georgia. Se llamaba Go Now y en cuanto entramos nos dimos cuenta de que era un local temático, dedicado al grupo musical británico The Moody Blues. Las paredes estaban llenas de fotografías y gadgets de la banda, así como de viejas guitarras, americanas firmadas y dedicadas –la mayoría bastante horteras, por cierto– y portadas de discos; los platos y las bebidas que ofrecían en la carta hacían referencia a cuestiones relacionadas con el grupo y su carrera –Hayward Steak, Last Chord Gin Fizz… – y en los altavoces, desde luego, sonaban –exclusivamente y sin parar– canciones de los Moody Blues.

Aquel día no había muchos clientes. Nos sentamos junto a la barra y enseguida se acercó a atendernos un hombre mayor, fuerte, de entre cincuenta y sesenta años, con barba y coleta tan largas como entrecanas: dijo ser el dueño, Sam, y la verdad es que no hubo que pincharlo mucho para que empezara a hablar por los codos. «Yo fui, aquí donde me veis, el responsable del éxito de los Moody Blues. Sí, así es, no me las estoy dando de nada, no pongáis esa cara. La canción «Nights In White Satin» apenas había tenido éxito, ni siquiera en Inglaterra, hasta que yo empecé a pincharla en la radio. Sí, en aquella época era DJ, hacía el programa de la noche, de las doce a las cuatro, un aburrimiento, ya sabéis: uno está casi solo en el estudio, hay muy pocas llamadas… Pues aquella temporada puse la canción una y otra vez, porque era el single más largo que nos permitían radiar, y a mí me venía muy bien poner el más largo, para poder salir un momento de la cabina y tener tiempo de echarle unas caladas a mi pipa de marihuana. Daos cuenta, la canción dura siete minutos, y en aquella época los singles solían ser mucho más cortos: no eran comerciales. El caso es que después de que yo lo pusiera tantas veces, lo empezaron a pinchar las otras cadenas, a todas horas, ¡y llegó a lo más alto de las listas! Los Moody Blues ni siquiera se lo creían. ¿Cómo, que no conocéis la canción? Venga ya». Fue a la parte de atrás de la barra y manipuló algo: se cortó durante un instante la canción que estaba sonando y una nueva la sustituyó casi inmediatamente. Claro que la conocíamos, aunque no supiésemos que era de los Moody Blues. Luego, mientras cenábamos, Sam nos contó más anécdotas de su vida, algunas ciertamente curiosas.

Antes de irnos, compramos en el mismo restaurante, bastante barato, el cedé en el que aparecía la canción, Days of Future Passed; la casa ofrecía también algunos ejemplares bastante más caros, con la firma del batería original, pero no hicimos caso de los cantos de sirena de Sam, del que nos despedimos cordialmente. Durante el viaje hacia el norte lo oímos dos o tres veces, pero enseguida nos aburrió. Luego, cuando volvimos al País Vasco, sorteamos el cedé y me tocó a mí, y tengo que confesar que lo escucho, aunque no muy a menudo. Precedente de los excesos del rock sinfónico –los Moody Blues se acompañaron de toda una orquesta para grabarlo–, tiene un punto psicodélico-naif que no me disgusta. Y, cerrando el disco, claro está, «Nights In White Satin», una canción que deja en pañales a cualquiera de esos himnos trágicos de –pongamos por caso– Coldplay.

El verano pasado volvimos a los Estados Unidos, con la intención de hacernos toda la Costa Oeste, desde Seattle hasta San Diego. Al poco de empezar nuestro viaje, casi en la frontera entre Washington y Oregon, vimos al borde de la carretera una cafetería con el nombre White Satin, nos acordamos del viaje anterior y, cómo no, paramos a tomar algo: como sospechamos, aquel era también un templo dedicado a la memoria de los Moody Blues. Y tampoco nos extrañamos demasiado cuando supimos que su dueño, un señor calvo y grandote, se llamaba Sam, ni siquiera cuando se acomodó junto a nosotros y empezó a contarnos: «¿Sabéis qué? Los Moody Blues me deben su éxito; sí, a mí. Era DJ en una estación de radio, en aquellos días, y…».

Londres, 1968

 

The Kinks

The Kinks Are The Village Green Preservation Society

Pye, 1968.

 

Me sirvo el segundo whisky de la mañana y bebo un trago. Luego, con el elepé de The Kinks en la mano, miro hacia el viejo tocadiscos de mi padre, dudando, y justo en ese instante suena el timbre de la casa. Me quedo un momento sin saber qué hacer, hasta que me acuerdo de que debe de ser mi tío. El timbre vuelve a sonar antes de que llegue a la puerta.

–La casa no es tan grande, muchacho, ya me iba –me comenta a modo de saludo, posando su mano sudada sobre mi hombro izquierdo.

–Perdona, tío; estaba en el baño.

–No pasa nada. ¿Qué, haciendo limpieza? –continúa, echando una ojeada al cuarto de estar, lleno de trastos; me imagino que también ha visto el vaso lleno hasta la mitad, pero no ha dicho nada.

–Son los discos del aitá; los he sacado del armario. No dejaba que los tocáramos, ya sabes.

–Sí, así era él…

Mi tío trae algo bajo el brazo, envuelto en una bolsa de plástico, seguramente el álbum de fotos que me mencionó por teléfono; lo deposita junto al montón de elepés de EMI y Deutsche Grammophon.

–Te lo dije el otro día, en el funeral, pero por si acaso te lo voy a repetir: ya sabes dónde estamos si…

–Sí, sí, desde luego, muchas gracias, tío…

–Hay que ver qué mala suerte: primero vuestra madre, y siete meses después…

–Tranquilo, tío, estoy bien.

Transcurren dos minutos sin cruzar palabra. El tío Juan echa una ojeada a los discos, sin prestarles demasiada atención; yo no me atrevo a seguir bebiendo el whisky, pero, por otra parte, tampoco le ofrezco una copa a mi tío.

–¿Tenía más discos el aitá, tío? Quizá en alguna otra parte.

–¿Discos viejos, quieres decir? No creo. Pero la verdad es que no lo sé. ¿Habéis mirado en la casa de Estella?

–La vaciamos cuando murió la amá, y allí no había nada. Y no encuentro los discos que se trajo de Inglaterra. Solo este –vuelvo a coger el elepé de The Kinks y se lo enseño; aún lleva puesto el envoltorio de plástico, y también la etiqueta del precio, en la esquina derecha superior de la contraportada.

–¿Cómo que no? Si están todos aquí… –y me señala los discos de la EMI, casi todos firmados por la orquesta Philarmonia: Britten, Ketelbey, Haendel, Purcell…

–No, me refiero a los discos de rock: Cream, Hendrix, los Who, Pink Floyd…

–Que yo sepa, ese de los Kinks fue el único que se trajo de allí.

–Pues por lo que me contó en el hospital…

–¿Te habló de lo de Londres?

Yo no sabía que mi padre había estado en Londres precisamente en 1968 hasta que me lo contó durante su última estancia en el hospital; estaba ya muy enfermo para entonces, pero aún tenía fuerzas para hablar, y cuando se le escapó una anécdota de aquel viaje para mí desconocido, le pedí que me contara más. Por una parte, porque llevaba muchas horas cuidándolo en el hospital y ya me estaba costando encontrar temas de los que hablar con él –tanto como esquivar otros: mi padre empeoraba a ojos vistas cada vez que alguien le mencionaba la reciente llegada al poder del lehendakari Patxi López–. Y, por otra parte, porque siempre me ha interesado esa época y porque, la verdad, no veía a mi padre en medio de aquello que yo imaginaba como una vorágine; cierto es que Londres no era París, pero aún y todo…

Las historias que me contó mi padre, en todo caso, no me defraudaron: Carnaby Street, las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, los conciertos de Hyde Park, los clubes del Soho… Y, por supuesto, aquel estallido pop del swinging London y el verano del amor, y todas aquellas chicas con minifalda que decían que sí con mucha más facilidad que las de aquí –al acordarse de aquello dibujó una sonrisa maliciosa en sus labios agrietados–… Los abuelos lo enviaron allí para que aprendiera inglés, y, por lo visto, no desaprovechó la ocasión…

–¿De verdad te contó eso tu padre?

Saca el álbum de la bolsa y busca unas fotografías. Son antiguas, de mi padre, no las conocía: aparece muy joven en ellas. Vestido de traje y corbata. Tenía bastante pelo, pero lo llevaba elegantemente cortado, peinado con raya. Reconozco los alrededores de Buckingham Palace en una de las instantáneas, y los de la Torre de Londres en otra, beefeater incluido. Apenas sonríe en ellas.

–No creo que saliera mucho de noche durante el año y medio que estuvo en Londres. Se pasó la mayor parte del tiempo metido en los estudios de la BBC, estudiando técnicas de radio y televisión a costa del Partido.

–¿Fue el PNV el que lo envió allí? ¿No los abuelos?

–El Partido, los abuelos, qué más da… es una manera de hablar. Querían preparar a gente para cuando llegara el momento de construir una radio y una televisión nacional. ¿Cómo crees que llegó tu padre a ser uno de los directivos de ETB, en aquellos primeros años?

–Pero…

–Por lo demás, en cuanto volvió de Londres se casó con Miren, su novia de toda la vida. Tu madre. Le escribió un montón de cartas desde Londres, lo recuerdo bien: tres o cuatro a la semana. ¿No las has encontrado?

–No.

–¿Y los dibujos que hizo mientras estuvo allí? Se trajo un cartapacio lleno. Escenas de pescadores y de caserío, sobre todo, muy al estilo Arrúe; nos hizo mucha gracia cuando nos los enseñó.

–Supongo que seguirán en su estudio, ya sabes que dejó de pintar hace años.

Tomo entre mis manos, por tercera vez, el disco de The Kinks. The Kinks Are The Village Green Preservation Society. En la contraportada aparece una escena campestre, seguramente veraniega, con los componentes del grupo caminando entre hierbas altas y secas. Releo los títulos de algunas de las canciones –«Picture Book», «People Takes Pictures Of Each Other»– y dirijo la vista al álbum de fotos mi tío.

–De todas formas, ya sabes que la música que le gustaba de verdad era la clásica. Diría que este Village Green fue el único disco de rock que compró en su vida; ni siquiera lo recordaba hasta que me lo has enseñado. ¿Lo has escuchado?

–Aún no.

–Cuando lo escuches lo entenderás.

Espero hasta que mi tío se marcha –«Vente un día de estos a comer a casa; la tía Marijose se alegrará mucho, ya sabes…»–. Me sirvo otro whisky, extraigo el vinilo de la funda y lo coloco sobre el giradiscos. Pero justo cuando voy a ponerlo en marcha, me doy cuenta de que a la cabeza le falta la aguja.

 

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En Playa Negra

 

Nick Drake

Pink Moon

Island, 1972.

 

Supe de la existencia de un cantante llamado Nick Drake de una manera que poco tuvo de glamurosa o literaria: a través de la banda sonora de un anuncio de automóviles de la casa Volkswagen. La melodía, de un folk-pop extraño, me atrapó de inmediato. No me soltó hasta que pude averiguar de quién era.

La carrera del músico británico fue breve: nacido en 1948, murió en 1974, según algunos por suicidio. Solo llegó a publicar tres discos en vida: Five Leaves Left (1969), Bryter Layter (1970) y Pink Moon (1972). No tuvieron ningún éxito entonces: la música de Drake, delicada y oscura, no parecía hecha para aquella época. En la década de 1990, sin embargo, empezó a ponerse «de moda», y su influencia es innegable en muchos músicos contemporáneos. Por si fuera poco, más de uno afirma haberlo visto después de muerto, como a Elvis o a Jim Morrison: no hay señal más clara de su ascensión hacia la categoría de mito. Hoy día no es raro encontrar un disco de Drake –no siempre el mismo– en las listas de los mejores del pop-rock. La justicia poética, cuando llega, suele ser cruel: la falta de éxito fue, entre otras razones, uno de los motivos que llevaron a Drake, supuestamente, al suicidio.

Leí la historia de aquel anuncio en uno de esos libros que se venden bajo la etiqueta de «autoayuda», unas memorias firmadas por Jeff Stauffer y tituladas How to Become a Publicity Star. Stauffer era un afamado publicista que, como cuenta en su trabajo, tras un período de depresión y falta de ideas, decidió alejarse del ambiente de la avenida Madison y se «exilió» a Playa Negra, un lugar apartado en la costa de Cádiz. No era un sitio especialmente turístico: una playa pedregosa, unas casucas habitadas por los últimos mohicanos de una comunidad de artistas llegados en la época hippie, y un colector que desaguaba en las cercanías y dificultaba, cuando se levantaba el viento, disfrutar plenamente del paisaje. Stauffer encontró acomodo, a cambio de un módico alquiler, en una de las casas abandonadas por uno de aquellos artistas, y allí pasó unos cuantos meses, haciendo poco o nada.

En el barrio cercano había dos bares, y en uno de ellos, de nombre El Pescador, solía pasar un par de horas cada noche, bebiendo cervezas. Una vez a la semana aparecía por allí un guitarrista de pelo largo y canoso, un «viejo prematuro», según Stauffer, y cantaba diez o doce canciones en inglés ante un público más bien poco interesado. El publicista, sin embargo, quedó prendado de aquella música frágil, que no se parecía a nada de lo que hubiera escuchado antes. El dueño del bar apenas sabía nada acerca del cantante: cuando compró el local, en la década de los ochenta, andaba ya por allí, y solía decir que lo había «heredado» junto al traspaso. El cantante, por otro lado, no es que fuera muy hablador, y ni siquiera era simpático: aceptó que Stauffer le invitara unas cuantas veces a beber, pero nunca respondió directamente a las preguntas del norteamericano. Además, evitó contarle dos veces la misma historia, y lo único que el publicista pudo sacar en claro es que hablaba con acento británico.

Stauffer se sorprendió tarareando una de aquellas canciones una y otra vez: «I saw it written and I saw it say / pink moon is on its way / and none of you stand so tall…». Y –cuenta en el libro– fue como si aquella canción le hubiera empezado a devolver la inspiración: de allí a poco vio cómo se formaba en su mente un nuevo anuncio, el de un automóvil, un automóvil de una marca cualquiera, y toda una campaña después. La siguiente vez que el cantante acudió a El Pescador, Stauffer estaba allí con su walkman, y grabó toda la actuación.

Al día siguiente dio por finalizado su retiro y regresó a Nueva York. En su antigua agencia de publicidad lo recibieron con los brazos abiertos: tenían entre manos la nueva campaña para Volkswagen y no sabían aún cómo enfocarla. Stauffer les explicó su idea y se pusieron manos a la obra de inmediato.

Fue el músico que se encargaba de los jingles quien le señaló que aquella canción no era «original», sino de Nick Drake. Al día siguiente le trajo el disco y, pese a los crujidos que emitía el viejo vinilo, Stauffer no tuvo la menor duda: aquella voz era la del cantante del bar de Playa Negra. En cualquier caso, abonaron los derechos de la canción a la discográfica y a la familia de Drake, y la utilizaron en la publicidad de Volskwagen. El anuncio tuvo bastante éxito en Estados Unidos y en Europa, y sirvió para que se vendieran unos cuantos cedés más de Nick Drake. Entre otros, los que compré yo mismo.

Al final del libro, Stauffer confiesa que mandó a alguien a Cádiz en busca del cantante, pero que, por supuesto, no pudo hallar ni rastro de él. Tampoco lo he encontrado yo, en el viaje que hice allí la pasada Semana Santa. La verdad es que no he encontrado casi nada de lo que se describía en el libro: hoy día el colector desagua a dos kilómetros mar adentro, en el lugar en que estaban las casas de los hippies se levanta un pequeño apartotel, y el bar El Pescador se llama ahora The Loft.

No me quedé más de un cuarto de hora en el lugar. Volví a encender el motor de mi Volkswagen Golf y me largué de allí enseguida.