Richard Rohr, O. F. M.

 

COMPASIÓN SILENCIOSA

Encontrar a Dios en la contemplación

Traducción de
 Bernardo Moreno Carrillo

Herder

Título original: Silent Compassion. Finding God

in Contemplation

Diseño de cubierta: Stefano Vuga

Traducción: Bernardo Moreno Carrillo

 

© 2014, Franciscan Media, Cincinnati

© 2015, Herder Editorial S. L., Barcelona

1ª edición digital, 2015

 

Producción digital: Digital Books

Depósito Legal:  B-3945-2015

ISBN:  978-84-254-2037-5

 

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Portada

Créditos

Prólogo: Diferentes religiones se reúnen para buscar una verdadera armonía

Introducción: La tradición perenne

1. Encontrar a Dios en las profundidades del silencio

2. El sagrado silencio, el camino a la compasión

3. El verdadero yo es la compasión, el amor mismo

4. Mirar en la oración con ojos contemplativos

5. La senda hacia el pensamiento no dual

Apéndice: Cronología del misticismo

Notas

Más información

PRÓLOGO

Diferentes religiones se reúnen para buscar una verdadera armonía

 

A mediados de mayo de 2013, un grupo de representantes de distintas religiones se presentó ante una considerable multitud en el vasto centro de convenciones Yum, situado en Louisville, Kentucky. Se trataba de una jornada especial al final del Festival of Faiths (Festival de Confesiones), un programa de actos organizados en dicha ciudad para fomentar el diálogo interreligioso y construir una comunidad respetuosa y unificada.

Se dieron cita allí musulmanes, hindúes, judíos, cristianos y budistas. El sacerdote franciscano católico Richard Rohr (O.F.M.), uno de los numerosos guías religiosos presentes, representó a la cristiandad. Por su parte, el budismo estuvo representado por el más famoso de sus exponentes, su santidad el Dalái Lama.

En cierto sentido, se puede considerar una venturosa coincidencia el que estas dos personas compartieran estrado en Louisville. Cincuenta años atrás, otro sacerdote católico (y trapense cisterciense), Thomas Merton, había viajado desde las inmediaciones de Getsemaní, Kentucky, hasta el sudeste asiático, recorriendo prácticamente todo el mundo, para asistir a un acto interconfesional. Unos días antes de su trágica muerte en un accidente, se le había visto paseando, en animada conversación, con el Dalái Lama, a la sazón en los inicios de su carrera.

Después de tantos años transcurridos, su santidad el Dalái Lama acudió a Louisville, como una etapa más de su gira por el mundo, no solamente para obtener apoyos para el pueblo oprimido del Tíbet, sino también para difundir su propio mensaje de paz, de misticismo, una mezcla de acción y contemplación enraizada en una vieja tradición que tan profundamente ha marcado su vida.

Por su parte, el padre Rohr —Richard Rohr para los miles de personas que buscan asesoramiento espiritual en sus múltiples charlas, libros y presentaciones por internet— ha dedicado prácticamente su vida a esto mismo, pero desde su propia tradición. Mediada la década de 1980, fundó en Albuquerque, Nuevo México, el Centro para la Acción y la Contemplación, una especie de laboratorio desde el cual, como saben miles de cristianos socialmente comprometidos, el activismo social puede resultar informado, purificado y mejorado a través de la antigua práctica de la contemplación.

Sus palabras encajan a la perfección en el contexto del diálogo interreligioso, pues, en efecto, Richard siempre ha sabido ver más allá del aquí y ahora, más allá de los muros que las distintas agrupaciones sociales suelen levantar alrededor de sí mismas.

Por supuesto, Richard sigue los pasos de su «padre Francisco», a quien todo el mundo conoce con el nombre de san Francisco de Asís. Como se sabe, Francisco recorrió todos los montes y valles de Italia central en la última parte del siglo XIII. Iba de ciudad en ciudad, unas veces predicando, otras dando simplemente ejemplo, en el marco de una cultura que nunca había visto nada —ni a nadie— semejante. Francisco estaba abierto a los signos de Dios en toda la Creación (es el santo de los actuales bebederos para aves), en la tierra, en los árboles, en las flores y en los animales, pero también en cada persona. El que se puede considerar el más famoso «pacifista» del mundo y de la historia, viajó incluso a Egipto con los cruzados para predicar la paz y la comprensión intercultural tanto a los cristianos como a los musulmanes. Un mensaje de paz cuyo eco todavía resuena en la actualidad.

Durante esos escasos pero intensos días de primavera reunidos en Louisville, los representantes de las principales religiones del mundo trataron de dar expresión y cauce a este mismo deseo. ¿Cómo podemos vivir juntos en verdadera armonía? ¿Cómo podemos aprender unos de otros? ¿Qué sabiduría se halla disponible para todos en cada una de las tradiciones?

A unas pocas manzanas del centro de convenciones, en la confluencia de la calle Fourth con la calle Walnut (actualmente bulevar Muhammad Ali), hay una placa de bronce destinada a inmortalizar el momento más importante de la vida de Thomas Merton, del que se nos habla en su libro Conjectures of a Guilty Bystander.[1] Allá por 1958, el padre Merton tuvo en dicha esquina una visión mística acerca de la unidad de la humanidad. Contemplando la multitud que bullía en el núcleo comercial de Louisville, se dio cuenta de que el misterio de Dios nos envuelve constantemente:

 

De repente, me sentí convencido de que amaba a todas esas personas, de que eran mías y suyas, de que no podíamos ser extraños aunque no nos conociéramos de nada... ¡Cómo decirle a toda esa gente atareada que resplandece tanto como el sol!

 

El Festival de Confesiones de Louisville fue fruto de ese mismo espíritu, es decir, de la conciencia de que todos coincidimos en esto. Richard Rohr nos está ayudando a comprenderlo mejor.

 

John Feister

Director de la revista

St. Anthony Messenger

 

 

INTRODUCCIÓN
 

La tradición perenne[2]

 

La expresión «filosofía perenne» o «tradición perenne» se popularizó (y perdió popularidad) en la historia occidental y religiosa, pero conviene recordar que la Iglesia universal nunca la ha desechado. En muchos aspectos, fue reafirmada por el Concilio Vaticano II en sus «vanguardistas» documentos sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio) y las religiones no cristianas (Nostra Aetate). En estos se afirma que existen ciertos temas, verdades y nociones recurrentes en todas las religiones del mundo.

En Nostra Aetate, por ejemplo, los padres conciliares empiezan afirmando que:

 

Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen [creados por un mismo Dios creador]..., y tienen también un fin último, que es Dios... La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero.[3]

 

El documento prosigue ensalzando la religión nativa, el hinduismo, el judaísmo, el budismo y el islam, por cuanto «reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».[4] Debemos reconocer el valor y la lucidez de que hicieron gala los padres conciliares al escribir esto en 1965, cuando muy pocas personas —de cualquier religión— pensaban de esa manera, por no decir que en la actualidad siguen siendo pocas las personas que piensan así.

Una temprana excepción fue el doctor de la Iglesia san Agustín (354-430), que escribió estas frases tan valientes:

 

La realidad que ahora llamamos religión cristiana ha existido ya entre los antiguos; más aún, no ha faltado desde el comienzo de la humanidad, hasta que el mismo Cristo apareció en carne. A partir de ese momento, la verdadera religión ya existente comenzó a llamarse cristiana.[5]

 

 

Por su parte, san Clemente de Alejandría, Orígenes, san Basilio, san Gregorio de Nisa y san León el Grande, todos ellos compartieron una visión parecida mucho antes de que se adoptaran las posturas defensivas (¡y ofensivas!) del antisemitismo y de las Cruzadas. Se puede decir, pues, que hemos retrocedido en materia de historia religiosa, cuando deberíamos haber cuidado mejor el engranaje de la conciencia espiritual con el fin de movernos siempre hacia adelante.

El término «perenne» se emplea de manera parecida en el decreto conciliar sobre la formación sacerdotal (Optatam Totius), donde se afirma que los seminaristas deberían «basarse en una filosofía que sea perennemente válida», decreto en que se alienta también a estudiar toda la historia de la filosofía y del «reciente progreso científico».[6] Sin duda, los autores pensaban sobre todo en la filosofía escolástica, aunque hay que decir, claramente, que dicho término, como lo empleamos aquí, es mucho más una afirmación teológica que filosófica. Tal es también la opinión de Aldous Huxley, y por eso habla de metafísica, psicología y ética al mismo tiempo:

 

1) la metafísica que reconoce una Realidad divina sustancial al mundo de las cosas, vidas y mentes; 2) la psicología que encuentra en el alma algo parecido, o incluso idéntico, a la Realidad divina; 3) la ética que sitúa el fin último del hombre en el conocimiento del Fundamento inmanente y trascendente de todo ser. Esto es algo inmemorial y universal. Los rudimentos de la filosofía perenne pueden encontrarse en el acervo tradicional de los pueblos primitivos en cada región del mundo, ocupando, en sus formas plenamente desarrolladas, un lugar importante en cada una de las religiones más elevadas.[7]

 

Las divisiones, dicotomías y dualismos del mundo pueden superarse solamente mediante una consciencia unitiva a nivel personal, relacional, social, político y cultural en el marco del diálogo interreligioso y, particularmente, de la espiritualidad. He ahí la principal y fundamental tarea de toda sana religión (palabra que, por cierto, significa «religación»).

Como dijo Jesús en su oración suprema, «que todos sean uno» (Juan 17,21). O, como dice mi mística cristiana favorita, Juliana de Norwich (1342-1416), «sola no soy nada, pero en general ESTOY en la oneing [unión/unificación] del amor, pues es en esta unión/unificación donde se encuentra la vida de todas las personas».[8]

Son muchos los profesores que han insistido en la idea fundamental, pero a menudo tan olvidada, de que unidad no es lo mismo que uniformidad. En efecto, la unidad es la reconciliación de las diferencias, las cuales deben mantenerse ¡y sin embargo superarse! Así, tenemos que distinguir las cosas y separarlas antes de poder unirlas espiritualmente, generalmente con gran esfuerzo o coste personal (Efesios 2,14-16). Si hubiéramos hecho esta distinción tan sencilla, probablemente muchos problemas (e identidades excesivamente recalcadas y separadas) se habrían movido a un nivel mucho más elevado de amor y servicio.

Pablo dejó muy claro en varias de sus epístolas este principio universal, por ejemplo cuando afirma:

 

Hay diversos dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversas actividades, pero es el mismo Dios el que las produce todas en todos (1 Corintios 12,4-6).

 

Y enseña lo siguiente a su comunidad de Éfeso:

 

Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, el que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. (Efesios 4,5-7)

 

Finalmente, para entender bien este principio conviene dirigir la mirada a la fuente fundamental del cristianismo: la doctrina de la Trinidad misma. Sí, Dios es uno, tal y como nos lo enseñaron nuestros ancestros judíos (Deuteronomio 6,4); sin embargo, en un nivel ulterior, más sutil, esta unidad es en realidad la radical unión amorosa entre las tres personas de la Trinidad, completamente distintas. El principio y problema básico de la unidad y la multiplicidad queda superado en la propia naturaleza de Dios. Dios es un misterio de relación, y la relación más verdadera que existe es el amor. Los tres no son uniformes sino distintos, ¡y sin embargo están completamente unificados en una efusión total!

Por cierto, la palabra persona, que actualmente designa a un ser humano individual, ya se empleó en la teología trinitaria griega de los inicios (persona significa «máscara de teatro» o «sonido a través de»), ¡y posteriormente se aplicó también a nosotros! Así, tampoco nosotros somos seres autónomos, sino sonidos «a través de», separados pero radicalmente unos, al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo que esto implica podría exigir años y años de meditación. En realidad, nosotros estamos creados a «imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1,26ss.) en mucha mayor medida de lo que podríamos imaginar. ¡La Trinidad es nuestro modelo universal para explicar la naturaleza de la realidad y nuestra propia unidad!

Como dijo nuestra querida y ya mencionada Juliana, «El amor de Dios crea en nosotros una oneing [unión/unificación] tal que cuando se ve realmente nadie puede separarse de la otra persona»;[9] o esto otro: «A la luz de Dios, todos los humanos están unidos, y una persona es todas las personas y todas las personas están en una sola persona».[10]

Esto no es un simple constructo de nuestro siglo XXI. No es panteísmo ni mero optimismo New Age. Es el verdadero quid de la cuestión; en efecto, se quiso anunciar una nueva era —que aún puede y debe conseguirse. Pero esto es la tradición perenne. Nuestra tarea no es descubrirla sino solamente recuperar lo que los místicos y santos de todas las religiones han descubierto —y disfrutado— una y otra vez.

Como dijo Juan, el discípulo amado, «No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis» (1 Juan 2,21).