Traci Chee estudió literatura y escritura creativa en la Universidad de California en Santa Cruz y obtuvo una maestría en artes por la Universidad Estatal de San Francisco. Creció en una pequeña ciudad con más vacas que personas, y ahora se siente más a gusto en las montañas, donde practica senderismo y pasea alrededor de lagos ocultos a gran altura.

La lectora fue su debut en la literatura juvenil y uno de los mejores libros de 2016. La oradora, segunda parte de la serie Mar de tinta y oro, ha vuelto a recibir la aclamación unánime de la crítica. La narradora es el libro final, y la confirmación de uno de los mayores talentos de la fantasía juvenil de los últimos años.

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ESTO ES UN LIBRO.
BUSCA EN TU MENTE AL LEER Y SEGURO DESCUBRIRÁS EL ENIGMA OCULTO.
OBSERVA BIEN Y DIVIÉRTETE.

Ésta es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares y sucesos son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, negocios, empresas, eventos o lugares es completamente fortuito.

LA NARRADORA

Título original: The Storyteller

© 2018, Traci Chee

Traducción: Mercedes Guhl

Imagen de portada: © 2018, Yohey Horishita
Fotografía de la joven: © Nabi Tang
Diseño de portada: Kristin Smith-Boyle
Mapas e ilustraciones de interiores: © 2016, Ian Schoenherr
Elementos fotográficos (o imágenes): cortesía de ShutterStock

D.R. © 2019, Editorial Océano, S.L.
Milanesat 21-23, Edificio Océano
08017 Barcelona, España
www.oceano.com

D.R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Homero 1500 – 402, Col. Polanco
Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México
www.oceano.mx
www.grantravesia.com

Primera edición libro electrónico: septiembre, 2019

eISBN: 978-607-527-971-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

Para Papá,
confío en que estarías orgulloso de mí

Índice

Portada

Página de título

Dedicatoria

Mapa de Kelanna

Capítulo 1. Suave y fina como tela de araña, resistente como el hierro

Capítulo 2. La segunda aventura de Haldon Lac

Capítulo 3. Cerca del corazón

Capítulo 4. Ya no un rey

Capítulo 5. Epigloss

Capítulo 6. Encontrar la pelota

Capítulo 7. Impotente

Capítulo 8. Deseos peligrosos

Capítulo 9. El Tesoro del Rey

Capítulo 10. Un globo de cristal

Capítulo 11. La desventura de Haldon Lac

Capítulo 12. Fracasaremos

Capítulo 13. Reescribir su destino

Capítulo 14. La Corona Rota

Capítulo 15. Líder de los Sangradores

Capítulo 16. El mito del Azabache

Capítulo 17. Los verdaderos villanos

Capítulo 18. Suficiente

Capítulo 19. Obra del destino

Capítulo 20. Corazones rojos que no se romperán

Capítulo 21. El poder de los Escribas

Capítulo 22. La hija del hechicero

Capítulo 23. Olía a mar, a hierro y tierra

Capítulo 24. Más de una trampa

Capítulo 25. Por última vez

Capítulo 26. Legítimo soberano

Capítulo 27. No será hoy

Capítulo 28. La tercera aventura de Haldon Lac

Capítulo 29. Una mujer que cumple sus promesas

Capítulo 30. Cerca del final

Capítulo 31. Más allá de las estrellas

Capítulo 32. La narradora

Capítulo 33. Mientras aún lo tienes

Capítulo 34. Quien va a morir

Capítulo 35. ¿Quién controla la historia?

Capítulo 36. Las tormentas navegamos

Capítulo 37. La historia del traidor

Capítulo 38. La cuarta aventura de Haldon Lac

Capítulo 39. Los pocos o los muchos

Capítulo 40. Estábamos muertos, pero ahora hemos resurgido

Capítulo 41. Una fisura

Capítulo 42. De héroes y reyes

Capítulo 43. Capitán Cannek Reed

Capítulo 44. Destino

Capítulo 45. El Amuleto de la Resurrección

Capítulo 46. Vuelve

¿El fin?

Todas las cosas que no alcanzó a decir

El Rey que vivió

Se le extraña tanto

Senderos bordeados de oro

Algún día

Agradecimientos

Datos de la autora

Página de créditos

Portada

Página de título

Una vez

Érase una vez, pero no siempre será. Éste es el final de toda historia.

Érase una vez un mundo llamado Kelanna, un lugar maravilloso y terrible, de agua, barcos y magia. La gente de Kelanna era igual a ti en muchos aspectos. Hablaban, trabajaban, amaban y morían, pero eran muy diferentes respecto a algo muy importante: no sabían leer. Jamás desarrollaron la escritura, nunca habían inscrito los nombres de sus muertos en piedra ni en bronce. Los recordaban por medio de sus voces y sus cuerpos, repitiendo nombres y hazañas y arrebatos de amor, con la desesperada ilusión de que así los muertos no desaparecerían por completo del mundo.

Porque cuando uno moría en Kelanna, cuando los ritmos del corazón y los pulmones vacilaban y se detenían del todo, uno ya se había ido. Lo ponían en una balsa, sobre una pila de troncos y piezas de carbón, astillas y ramas secas, y lo enviaban ardiendo hacia el mar.

Y ése era el final. En Kelanna no creían en almas ni en espectros ni en espíritus que caminaran junto al finado, luego de que un amigo, una hermana o un padre hubieran muerto. No creían que uno pudiera recibir mensajes de los difuntos, pues éstos no eran capaces de hablar. Los muertos simplemente dejaban de existir.

Salvo en las historias.

En Kelanna, toda vida era una historia, un relato para ser recordado y repetido.

Algunas no tenían gran alcance. Existían sólo en una familia o en una comunidad reducida de creyentes, que las contaban entre susurros para que sus seres queridos no cayeran en el olvido.

Otras eran tan poderosas que llegaban a cambiar la manera de ver el mundo.

Érase una vez una lectora, la hija de una asesina y del hechicero más poderoso que el mundo hubiera conocido en muchos años, y crecería para superarlos a ambos en grandeza.

Sería aún muy niña, apenas de cinco años de edad, a la muerte de su madre, y tan sólo nueve para el asesinato de su padre, y su infancia estaría teñida de violencia. Crecería hasta convertirse en una fuerza formidable en medio de un mundo también formidable, y un día llegaría a ser la responsable de cambiar el rumbo de la guerra más mortífera que se hubiera visto en Kelanna. Derribaría a sus enemigos con un simple movimiento de mano. Vería hombres ardiendo en el mar.

Y llegaría a perderlo todo.

A sus padres, a sus amigos, a sus aliados.

Al joven que amaba.

Érase una vez un muchacho con una cicatriz en el cuello, como una gargantilla. Llegaría a comandar un ejército tan grandioso que segaría a cualquier enemigo que se cruzara en su camino. Sería incontenible, y llegaría a conquistar las Cinco Islas en un sangriento enfrentamiento conocido como la Guerra Roja.

Sería todavía joven cuando esto sucediera, y moriría poco después de su última campaña… en soledad.

Érase una vez un narrador de historias, un forajido de dientes rotos, que insistía en que haría cualquier cosa con tal de figurar en una historia de tanta grandeza y alcance. Pero después de la Guerra Roja, se arrepentiría de cada palabra que había pronunciado.

CAPÍTULO 1

Suave y fina como tela de araña, resistente como el hierro

Sefia se enderezó en medio de la oscuridad de la enfermería, sobresaltada por un sueño que no recordaba del todo.

El barco se mecía y sacudía, y los frascos de ungüentos y las botellas de tónicos entrechocaban unos con otras en las estanterías. Afuera, la lluvia salpicaba los portillos y difuminaba la vista de las olas, tan altas como colinas.

Una tormenta. Debían haberla alcanzado durante la noche.

Sefia se estremeció y plegó las rodillas contra su pecho. En los cuatro días transcurridos desde que habían llegado al Corriente de fe, había tenido el mismo sueño una y otra vez. Se encontraba de vuelta en la casa de la colina y, desde la habitación secreta del sótano donde se guardaba el Libro, se colaba tinta, inundándolo todo, y las oscuras olas se extendían por el suelo para tomarlos por los tobillos y arrastrarse por las pantorrillas. En su sueño, Lon y Mareah la rescataban, la lanzaban fuera a través de la puerta. Pero siempre demoraban demasiado en salvarse ellos, para lograr escapar del pozo de tinta que crecía y los arrastraba hacia las negras profundidades mientras gritaban.

El destino. Sus padres habían estado destinados a morir jóvenes, y su futuro había quedado registrado en el Libro con todo lo que había sido y llegaría a ser, desde el aleteo de una libélula hasta el fulgor de las estrellas en lo alto.

En alguna parte del Libro figuraba el pasaje en el cual su madre había enfermado.

En otra, los párrafos que describían la tortura a la que había sido sometido su padre.

Todo eso había sido escrito, de manera que terminaría por suceder.

Pero se habían resistido a que fuera así. Habían traicionado a la Guardia, la sociedad secreta de lectores a la cual habían jurado fidelidad absoluta. Habían hurtado el Libro, el arma más poderosa de la Guardia, para proteger a su hija de su propio futuro. Habían huido.

Al final habían sido derrotados, pero se habían resistido.

De la misma manera en que Sefia debía resistir y luchar ahora. Luchar y ganar porque, de lo contrario, perdería a Archer a manos del destino.

Él se encontraba a su lado, acurrucado bajo las cobijas, con el cabello revuelto, los dedos estremeciéndose en su sueño. Siempre dormía tan poco… pues el recuerdo de las personas que había matado lo acosaba.

Se sentía roto, fracturado, le había dicho. Todo el tiempo se sentía el mismo muchacho de pueblo que había sido antes de que los inscriptores de la Guardia lo raptaran y, a la vez, un animal, una víctima, un asesino, tan ruidoso como el trueno, el muchacho de las leyendas, con una sed de sangre insaciable.

Un relámpago hendió la lejanía, pulsando como venas en el cielo inquieto.

Como si reaccionara a eso, el cuerpo de Archer sufrió un espasmo, y su boca dejó escapar un jadeo sin palabras.

Sefia se alejó un poco.

—Todo está bien, Archer. Estás a salvo.

Abrió los ojos. Por un momento pareció tener dificultades para salir de su sueño, como si le costara reconocer quién era y dónde se encontraba.

Pero el instante pasaba. Como siempre. Y entonces…

La sonrisa. Ésa que se explayaba en su rostro como el amanecer que se extiende con rapidez sobre el agua: sus labios, sus mejillas, sus ojos dorados. Cada vez era como si viera a Sefia por primera vez, y su expresión se empapaba a tal punto de esperanza que ella anhelaba ver eso mismo una y otra vez, por el resto de sus días.

Por un instante, la tormenta cesó. Por un instante, el barco quedó inmóvil. Por un instante, el mundo entero de Sefia se transformó en algo luminoso, suave y tibio.

—Sefia —murmuró él, acomodándole un mechón de cabello tras la oreja.

Ella se inclinó, atraída como un colibrí a una flor, y su boca se plantó suavemente en la de él.

Archer se entregó al beso, respondiendo a los labios de ella y a sus manos que no se quedaban quietas, como si su contacto fuera mágico y lo hiciera gemir y arquearse y anhelar más.

Entrelazó los dedos en el cabello de Sefia, como si necesitara tenerla más cerca, como si nunca se saciara de ella, pero al intentar enderezarse, dejó escapar un quejido de dolor y se llevó la mano al costado malherido.

—Lo siento —dijo ella.

—No lo sientas —sonrió, apoyado en sus codos—. Yo no me arrepiento.

Las mejillas de Sefia se sonrojaron cuando hizo a un lado la cobija para examinar los vendajes. La doctora ya había cosido los puntos y vendado la herida dos veces: primero cuando llegaron, con Archer semiinconsciente, con el tajo abierto y aterradoramente profundo debajo de las costillas; luego, cuando Archer había desgarrado la sutura al querer ayudar a Cooky a arrojar un balde con cáscaras de papa por la borda. Sefia no quería imaginar las recriminaciones si la doctora tenía que hacer todo una vez más.

—Estoy bien —aseguró Archer, tratando de alejarla.

—Estuviste al borde de la muerte.

—Sólo al borde —se encogió de hombros. Le había contado de la pelea con Serakeen, donde había percibido olor a pólvora y sangre. Un golpe de magia que había barrido a los lugartenientes de Archer, Aljan y Frey, hacia el muro del callejón antes de dejarlos caer, inconscientes, sobre los guijarros. La resistencia que había opuesto el hueso cuando Archer le cortó la mano de un tajo a Serakeen a la altura de la muñeca.

—Debí estar allí —dijo Sefia, y no era la primera vez que lo decía. Si hubiera estado, lo habría protegido. Ella conocía la misma magia que Serakeen, la que la Guardia llamaba Iluminación, y quizás habría podido enfrentarse a él en una pelea. Al fin y al cabo, pensó amargamente, soy la hija de una asesina y del hechicero más poderoso que el mundo hubiera visto en muchos años.

No, no quería creer en ese futuro. No se convertiría en un arma en una guerra por el control de las Cinco Islas. No tenía intenciones de perder a Archer, el muchacho al que amaba.

—Estás aquí ahora. Eso es lo que importa —dijo él en voz baja—. Sin ti, seríamos incapaces de rescatar a Frey y a Aljan.

Sus Sangradores, sus amigos, lo habían seguido a la pelea con Serakeen, y éste todavía los mantenía cautivos. El aprendiz de Soldado de la Guardia, que los padres de Sefia conocían como Rajar, había sido hacía un tiempo amigo y colaborador de Lon y Mareah. Todos ellos habían orquestado la guerra que supuestamente cobraría la vida de Archer.

¿Cuántos errores de sus padres tendría que rectificar Sefia? Los había amado, ¡pero habían dejado tantos entuertos a su paso!

—Frey y Aljan estarán bien —dijo.

—¿En verdad lo crees?

Ella recorrió el brazo de Archer con sus dedos, por encima de las quince quemaduras que marcaban sus muertes en los ruedos de pelea de los inscriptores, y tomó su mano.

—Sí —afirmó.

El plan era volver con los Sangradores, organizar un rescate y encontrarse de nuevo con el Corriente de fe en Haven, una isla en una zona remota del Mar Central… uno de esos lugares a los que uno sólo podía llegar si se le indicaba cómo hacerlo. Reed había establecido ese refugio meses atrás para acoger forajidos en fuga del alcance cada vez mayor de guerra. Si Sefia y Archer llegaban allá con los Sangradores, tendrían un lugar para esperar a que el combate, y también el destino, pasaran de largo. Si llegaban a Haven, Archer viviría.

Pero antes necesitaban el Libro. Sefia no podía Teletransportarse hacia los Sangradores sin tener una idea clara de dónde estaban, y sólo el Libro, con sus infinitas páginas de historia, podía proporcionarle esa información.

Lo había escondido en el lugar más seguro que se le había ocurrido: el puesto de mensajeros de Jahara. El gremio de los mensajeros lidiaba con todo tipo de secretos, desde delicados paquetes hasta información que incriminaba a otras personas, y jamás habían defraudado la confianza de nadie. Eran respetados y poderosos, y mientras el Libro estuviera en sus manos, nadie lo tocaría.

Ni siquiera la Guardia, esperaba ella.

El Corriente de fe iba camino a Jahara ahora, sólo restaban unos pocos días de viaje. Pronto tendría el Libro, y sería capaz de encontrar a los Sangradores y de organizar un rescate. Unos cuantos días. Frey y Aljan sólo debían resistir unos días más.

Archer llevó la mano de Sefia a sus labios.

—¿Qué haría yo sin ti?

—Es algo que ya nunca tendrás que averiguar —lo besó de nuevo, y ese beso fue una promesa de vientos huracanados y mar abierto; de tenderse con las piernas entrelazadas en una playa de arena de blanca con sólo el firmamento por techo; de días plácidos y aliento cálido y piel húmeda y años enriquecidos como el vino e inconmensurables como el mar.

Cuando se apartó, tuvo la satisfacción de ver sus ojos dorados cargados de deseo, con un “sí”, se pasó la lengua por los labios, “para siempre”, y la acercó de nuevo a él.

—Lo lamentarás si te desgarras los puntos.

—Si eso sucede, se habrán roto haciendo lo que más deseo, habrá valido la pena —tiró de ella hacia la cama, a su lado, ahogando su risa con besos hasta el delirio.

Y entonces sonó la alarma.

Archer gruñó y se recostó de lado, aprisionando a Sefia entre la mampara y su cuerpo.

—Es la campana, todo el que escuche debe acudir, manos a la obra.

Él acarició su cuello.

—Estoy herido, ¿recuerdas?

—¡Pero yo no!

Antes de que Archer pudiera responder, la puerta se abrió y Sefia dejó escapar un chillido cuando Marmalade, que ahora encabezaba los cantos del turno de babor, asomó la cabeza en la enfermería. Tenía puesto el impermeable, y la capucha echada sobre su cabello color miel.

—¡Hey! —gritó cuando vio a Sefia mirando por encima del hombro desnudo de Archer—. ¡Dejen esas cosas para otro momento!

—¡Eso es lo que pretendo! —contestó ella, haciéndole un gesto a Archer, quien se limitó a sonreír descaradamente.

Marmalade puso los ojos en blanco. Se habían hecho amigos jugando a la Nave de los necios con Horse y Meeks, y la chica los había desplumado una vez tras otra, a todos menos a Archer.

—Bueno, bueno, ya me levanto.

—¡Oh! Archer… —dijo la marinera, con la mirada vagando por el cuerpo del muchacho, de su pecho a su cintura, hasta el punto donde el pantalón del pijama empezaba, en las caderas— ¡qué lindo!

Sefia lanzó una almohada a través de la enfermería, y Marmalade la esquivó, volvió al corredor y cerró la puerta, entre risotadas.

Mientras Sefia se revolvía entre las cobijas, buscando su ropa, Archer la imitó.

—Estás herido, ¿recuerdas? —dijo, con un dejo sarcástico.

—No lo estoy —embutió los pies en las perneras de los pantalones y soltó un respingo cuando sintió el dolor que había desatado el abrupto movimiento—. Al menos, no tanto para quedarme aquí.

—Claro que no —Sefia parpadeó, invocando su magia y, al instante, el cuerpo de Archer, la cama, las mamparas desgastadas de la enfermería, e incluso los portillos y la mar gruesa que se veía por ellos, quedaron cubiertos por espirales doradas en flujo continuo.

El Mundo Iluminado.

Si el Libro era un compendio escrito del pasado, el presente y el futuro, el Mundo Iluminado era la encarnación viva de éste: un océano de luz y movimiento que subyacía al mundo de las texturas, los olores y los sabores. Con suficiente tiempo y entrenamiento, los Iluminadores como Sefia podían traspasar las manchas rutilantes para ver sucesos del pasado o mover objetos por el aire.

Una vez, hacía mucho tiempo, el más especial de los talentos permitía reescribir el mundo mismo. Pero a pesar de las destrezas de Sefia, eso era algo que estaba más allá de su poder.

Encogió los dedos alrededor de las finas hebras de oro, y las fibras del Mundo Iluminado se llenaron de ondas y curvas que cayeron sobre Archer y lo empujaron suavemente de nuevo a la cama.

—¡Ay! —gritó.

De paso, le echó una cobija por encima de la cabeza.

—Aquí te quedas —se arrebujó en su impermeable, miró hacia arriba y abrió los brazos. Bajo sus manos, las ondas de luz se separaron como si fueran cortinas. Los detalles del lugar en el que se encontraba quedaron atrás cuando usó su magia para ver más allá, a través del techo hacia la cubierta principal, donde los forajidos corrían de un lado a otro, el diluvio caía del cielo y las velas aleteaban enloquecidas en medio de la tormenta. Pero no hizo caso a eso. Para Teletransportarse necesitaba ubicar un lugar que le resultara tan conocido como si lo tuviera grabado a fuego en la memoria.

Ah, sí, allí estaba: el borde del alcázar, donde solía sentarse a leer el Libro en su primer viaje en el Corriente de fe.

Con esa imagen fija en su mente, movió las manos y se transportó a través del Mundo Iluminado, fuera de la enfermería, a través de los maderos del barco para aparecer en la cubierta, con la lluvia sobre el rostro y los pies resbalando en las planchas mojadas.

Marmalade la tomó por el brazo:

—Te mereces un siete sobre diez por esa entrada —dijo.

—Necesito mejorar el momento de tocar el suelo de nuevo —Sefia parpadeó para despejar el mundo de luz de su vista, y quedó a oscuras en medio de la tormenta con los demás marineros. Por encima de sus cabezas, largos chorros de agua escurrían de las velas, como carámbanos de hielo.

La campana calló cuando el Capitán Reed apareció en el puente, y se veía tan indómito como el mar, con los faldones de su abrigo revoloteando tras de sí y los ojos como zafiros destellando bajo la sombra de su sombrero de ala ancha. Para marcar mejor su entrada, un relámpago hirió las nubes a sus espaldas y crepitó al disiparse.

—Diez sobre diez, por el espectáculo de luces tan dramático —murmuró Sefia.

Marmalade soltó una carcajada, que ahogó cuando el primer oficial la fulminó con la mirada de sus ojos grises y apagados.

—Percibí este naufragio en las aguas durante la noche —comenzó el Capitán con su voz curtida por la intemperie—. Pensé que serían forajidos, así que nos acercamos para averiguar.

Según la leyenda, el Capitán Reed era el único hombre en el mundo capaz de hablar con las aguas, que le contaban todo tipo de cosas sobre las mareas, las corrientes, las criaturas del fondo abismal. Algunos decían que incluso habían llegado a contarle cómo moriría: con un último aliento de aire marino, una pistola negra en su mano y un diente de león blanco flotando sobre el puente.

Sefia miró por encima de la borda. El mar estaba lleno de cajones y barriles despedazados, vacíos, retazos de velamen y cadáveres, cuyo cabello se mecía alrededor de sus cabezas, con las olas como algas. En las aguas oscuras, los uniformes rojos se veían del mismo tono amoratado que los vendajes manchados de Archer. En medio del naufragio había dos botes salvavidas atestados de supervivientes.

Casacas Rojas, los soldados de la armada de Oxscini… había Casacas Rojas en las aguas.

Una vez, agazapada en los límites del bosque con su tía Nin, Sefia había temido a los soldados de la Armada Roja. Pero eso había sido cuando no podía imaginar algo peor que ser aprendida por las autoridades. Ahora sabía que en el mundo había cosas peores que los Casacas Rojas… Serakeen, la Guardia, la guerra.

—No serán forajidos —continuó Reed—, pero no vamos a dejarlos aquí esperando a su muerte.

—¿Y qué hay del Crux? preguntó alguien.

Sefia miró alrededor, pero no había ni rastro del gran barco pirata dorado que los había estado acompañando.

—El Crux siguió camino a Jahara para hacer todos los arreglos de aprovisionamiento —respondió el Capitán Reed. Y luego, con un ademán de la cabeza, soltó sus órdenes—: A ver, vayan a hacer algo de provecho allá abajo.

No hubo vivas ni coro de aclamaciones, pero Sefia sintió una oleada de determinación que corrió entre todos a medida que Meeks y el primer oficial empezaron a mandar a la tripulación a los botes salvavidas.

Ella misma fue a dar al primer bote, junto con Reed y la doctora. El remo se sentía resbaloso entre sus manos, a medida que las olas hacían chocar los cadáveres contra el casco de la embarcación.

Hubiera querido Teletransportarse, habría tomado menos tiempo. Pero necesitaba un referente claro para hacerlo, un recuerdo detallado o una vista despejada, y no podía ver entre la lluvia y las olas para hacerse una idea definida de lo que tenían delante.

Al acercarse, uno de los Casacas Rojas le lanzó un cabo y ella tiró y tiró hasta que ambos botes quedaron enlazados.

La doctora hizo a un lado a Sefia con brusquedad y abordó el otro bote, repleto de heridos, junto con su maletín negro.

Los soldados de la Armada Roja estaban malheridos y mojados, el olor a enfermedad se adhería a ellos como hongos.

Debían llevar ya varios días a la deriva.

—¡Por todas las sentinas inundadas! —exclamó el que había arrojado el cabo—. Tienes que ser la misma, ¿cierto?

Sorprendida, Sefia parpadeó para secarse la lluvia que escurría por sus pestañas. El soldado era con mucho uno de los jóvenes más guapos que hubiera visto, con esos ojos verdes, la mandíbula marcada, un mechón que se encrespaba mojado en medio de su frente. Sus rasgos eran tan bellos que bien hubiera podido superar a Scarza, el segundo al mando de Archer, con su cabellera plateada, si no fuera por la expresión estupefacta en su simétrico rostro.

—¿Nos conocemos? —preguntó ella dudosa. Estaba segura de que recordaría un rostro como ése.

Un chico de cabeza redonda y ojos estrechos apareció a su lado. Fue tan repentino, casi cómico, que ella por poco suelta una carcajada.

—No lo creo —respondió él—. Estabas inconsciente en ese momento.

—¿Que yo qué?

—Desmayada y perfectamente inconsciente —explicó el segundo muchacho con total naturalidad—, en el muelle del Jabalí Negro.

Sólo había estado en ese muelle, en la ciudad de Epidram, en la costa nororiental de Oxscini, una vez en su vida. Archer y ella se había metido en una celada. Hubo una pelea y ella había perdido el sentido. Después, él le contó que Reed y su gente habían aparecido para salvarlos. ¿Acaso estos Casacas Rojas también se encontraban allí?

—Suboficial —dijo el capitán detrás de ella.

Todavía sin salir de su asombro, Sefia lo vio estrechar la mano de ambos muchachos. Los caminos de todos debían haberse cruzado hacía tres meses, como estrellas fugaces en el cielo nocturno. ¡Qué casualidad que ahora se reencontraran!

Sólo que las casualidades no existían, como tanto les gustaba decir a los miembros de la Guardia.

Este encuentro no era una simple coincidencia, sino obra del destino, una red más suave y fina que una tela de araña, pero resistente como el hierro, que los iba apresando a Archer y a ella más y más a cada instante.

—Ahora soy guardiamarina, capitán —dijo el primer Casaca Roja, arreglándoselas para esbozar una sonrisa bajo la copiosa lluvia—. Guardiamarina Haldon Lac.

CAPÍTULO 2

La segunda aventura de Haldon Lac

Desde que la gente tenía memoria, las Cinco Islas habían estado en guerra. Había combates entre provincias, levantamientos en las colonias. Hasta los reinos más estables tenían una larga historia de enemistades sangrientas y asesinatos políticos que agregaban interés a la monotonía de las crónicas más pastorales de tiempos de paz.

Para cualquier nacido en Oxscini con sangre en las venas y amante de una buena batalla, como el guardiamarina Haldon Lac, la guerra era fuente de orgullo. Ella traía gloria al Reino del Bosque y a su majestad la reina Heccata, y larga vida y reinado a esta soberana. Expansión, conflictos, rivalidades. Ésta había sido la forma de vida a través de más generaciones de las que alcanzaba a contar.

La guerra con el reino de Everica llevaba ya cinco años, cuando el enemigo, el Rey Darion Stonegold, hizo un movimiento sin precedentes: convenció a Liccaro, el débil y empobrecido reino justo al norte, a unirse a su gesta en contra de Oxscini. Convirtió una legión de forajidos en corsarios. Formó la Alianza, la primera unión entre reinos en toda la historia de Kelanna.

Para combatir la fuerza combinada de los dos reinos orientales, la reina Heccata había comisionado a una nueva flota marina. La mayor parte del personal militar apostado en Epidram, al nororiente de Oxscini, había sido enviada al mar, y entre ellos se encontraban Haldon Lac, Indira Fox y Olly Hobs, un trío que se había hecho inseparable desde que casi lograran aprehender a Hatchet y sus inscriptores en el muelle del Jabalí Negro. Habían sido asignados a la fragata Tragafuegos, y su misión era peinar el Mar Central en busca de embarcaciones de la Alianza.

El día en que la flota dejó el puerto había sido el más feliz de toda la vida del ahora guardiamarina Lac. Hubo un desfile, y una multitud ondeó las banderas carmesí de Oxscini bordadas de dorado. Aunque su fragata se veía insignificante al lado de los navíos más grandes de la flotilla, Haldon Lac estaba seguro de jamás haber visto una nave más majestuosa que la Tragafuegos: su casco escarlata, las crujientes velas blancas, los cañones negros como el ébano. Hinchó el pecho mientras se inclinaba sobre el barandal para mirar a los tristes jovencitos que les decían adiós mientras se alejaban hacia el poniente, rojo como la pasión.

Pero el resto de este primer viaje de Lac había estado lastimosamente por debajo de sus expectativas. Nadie les había hablado, por ejemplo, de la suciedad que encontrarían, del tedio con esos largos y fastidiosos turnos de guardia, interrumpidos de vez en cuando por la vista de una vela en el horizonte.

Ni tampoco les dijeron que cuando finalmente se divisaba un barco enemigo, la cacería podía tomar horas y, casi siempre, la presa podría escapar al caer la noche, al apagar todas sus lámparas para deslizarse sin ser vista en la oscuridad.

O tal vez sí les habían dicho algo al respecto, pero el guardiamarina Haldon Lac había decidido sólo prestar atención a las historias de grandes botines y magníficas batallas navales.

En cualquier caso, una noche Lac fue despertado del sueño por la campana del barco. Habían estado siguiendo a una nave de la Alianza y, para su sorpresa, no había escapado por la noche. De hecho, la Tragafuegos prácticamente la había alcanzado.

Pronto estarían en posición de entrar en batalla.

La tripulación despejó el lugar donde habían estado sus hamacas y sus baúles, aseguraron los postigos de las troneras, desamarraron los grandes cañones de veinticuatro libras, y sacaron las cajas de munición. Mojaron los pisos para prevenir que una chispa pudiera encender los maderos cubiertos de brea y llenaron tinas con agua de mar para usarla en caso de incendio.

Lac daba saltitos cumpliendo sus tareas, intercambiando sonrisitas conspiradoras con Fox y Hobs, invadido por una mezcla chispeante de emoción y miedo. Esto era lo que había estado esperando: aventura, un objetivo, la gloria.

Fox y él estaban al mando de las cofas de artillería del palo trinquete y del mayor. Desde los tiempos en Epidram, Fox lo había alcanzado en rango, y ahora era la más eficiente de los guardiamarinas. Lac no tenía inconveniente en admitir que ella lo merecía. Trabajaba más que él. Era más rápida, más hábil y más valiente. Al paso que iba, rápidamente llegaría a ser teniente.

Lac la encontró al pie del palo mayor antes de que ella trepara a su puesto.

—¡Nuestro primer combate! —declaró él, a pesar de lo obvio que resultaba decirlo.

Fox le dio un golpecito en el hombro.

—No es el primero.

—¿Te refieres a esa emboscada fallida en el muelle del Jabalí Negro? —frotó el lugar donde había recibido una herida de bala en ese entonces, un logro de su ingenuo intento por aprehender a Hatchet y a su cuadrilla criminal—. Fui un tonto.

Ella le sonrió con esa sonrisa de coyote salvaje que él había llegado a adorar.

—Un tonto valiente, querrás decir. Es como la marca personal de tu audacia.

—¿Una marca personal de mi audacia? En realidad es el olor que emana de mí. Mi fragancia personal, más que mi marca.

Fox rio.

—Si salimos vivos de esta guerra, podrías venderlo embotellado. Podrás distinguir el aroma de cuellos almidonados y pólvora entre los componentes de esa fragancia.

—¿A qué te refieres con eso de “si salimos vivos”? —preguntó Lac.

A la escasa luz, los ojos grises de ella relampaguearon como cuarzo ahumado, él la vio levantar una de sus cejas perfectas. A pesar de que no le gustaba admitirlo, esas cejas le producían envidia.

—Nunca se sabe —dijo ella.

La actividad en la cubierta fluía y se arremolinaba alrededor de ellos: el cascabeleo de los cañones que eran colocados en su lugar, el chasquido de las balas que se cargaban en las cámaras, el zumbido ansioso de las voces, las palabras de ánimo.

Con audacia, como un tonto, le puso la mano en un hombro.

—Esto sí lo sabemos. Tenemos la certeza.

—¿Qué dices?

—Somos los héroes, ¿cierto? —dijo, guiñando un ojo—. En las leyendas, los héroes siempre salen con vida.

—¡Pero qué tontería! —ella lo tomó por el brazo—. Pero es una linda tontería.

—Antes, audacia tonta, y ahora un lindo comentario tonto… será otra variedad de mi fragancia personal.

Con una risotada, Fox se balanceó para trepar al aparejo con tal gracia que Haldon Lac quedó atónito unos instantes, pensando en lo afortunado que era de conocerla. Llegaría a teniente antes de que terminara el viaje, de eso estaba completamente seguro.

La miró subir hasta la cofa, y desde allí ella se asomó para brindarle su sonrisa de coyote salvaje y lo saludó con la mano.

—Es nuestro turno, señor —dijo Hobs, materializándose de pronto a su lado.

Lac se sobresaltó y llevó las manos al pecho en un gesto dramático. Pero le alegraba la compañía. A decir verdad, y eso de admitir la verdad no siempre le agradaba, detestaba subir a la cofa. Odiaba la manera en que la cubierta parecía alejarse bajo sus pies y en que tenía que parar para cerrar los ojos, y enganchar los brazos entre las cuerdas, como si pudiera caerse al instante siguiente.

De milagro, Lac llegó arriba, tembloroso, hasta la plataforma donde lo esperaban sus gavieros. Debía verse más asustado de lo que se sentía, porque Hobs le dio una palmadita en el hombro acompañada de una sonrisa amplia en su regordete rostro:

—No se preocupe, señor.

Algunos de los gavieros rieron, y él tuvo el buen reflejo de sonrojarse.

—No es cosa del otro mundo —dijo Hobs—. Todos estamos preocupados. Todos tenemos algo que temer.

Los gavieros estuvieron de acuerdo, y lo manifestaron mientras cargaban sus fusiles con munición.

—Muerte, captura, ahogamiento… —Hobs fue enumerando con los dedos.

—Fuego enemigo —agregó uno de los hombres.

—Metralla —dijo otro.

—Empalamiento.

—Una caída —se aventuró a decir Lac, mirando hacia abajo, a la cubierta que se mecía con las olas.

Hobs asintió con su cabeza casi esférica.

—Así se hace, señor.

Con un suspiro, Lac miró hacia el palo mayor, donde Fox estaba en la cofa con sus gavieros. Se preguntó si ella le temería a algo.

Hubo una pausa de calma.

Y luego la embarcación aliada se lanzó a su encuentro, ondeando banderas azul y oro en los penoles. Se vio un fogonazo brotar de uno de sus cañones.

—¡Atención, preparados! —gritó la capitán de la Tragafuegos.

Un disparo impactó la proa de la fragata y astilló el rojo casco. Un estruendoso rugido brotó entonces de las gargantas de la tripulación… un sonido del cual el guardiamarina Haldon Lac sólo había oído hablar en las leyendas… un rugido lleno de furia y orgullo y sangre.

Los grandes cañones tronaron. Las balas navegaron entre el humo. Los hombres gritaban. La Tragafuegos se mecía entre las olas y disparaba una descarga tras otra. En las cofas, los gavieros tomaron los falconetes, y enviaron sus perdigones de hierro a las filas enemigas. Tomaron sus fusiles y las bocas de los cañones hicieron resplandecer el aire. En medio del humo, los soldados de la Alianza se agazaparon ante el fuego de Lac y sus gavieros.

Durante más de una hora, continuó el combate: las descargas de artillería, los alaridos de los heridos, los dos barcos que navegaban en círculos, como tiburones en un enfrentamiento.

Y entonces, una serie de cañonazos brotaron del buque de la Alianza.

—¡Fuego enemigo! —gritó alguien.

La Tragafuegos se sacudió. Los maderos se quebraron. El palo mayor tembló. Un gran crujido hendió el aire con la fractura del palo mayor. Gritos de terror recorrieron el barco al ver que la vela mayor se agitaba, carente de aire. El mástil estaba por desplomarse.

—Allí está Fox —dijo Lac en un susurro horrorizado.

A su lado, Hobs asintió:

—Lo sé, señor.

Pero nada podían hacer desde el trinquete para socorrer a su amiga. Sin más remedio observaron a los hombres treparse al aparejo. Las pilas de armas empezaron a volcarse.

Con lentitud, el largo poste de madera empezó a caer. Las velas temblaron en el aire.

Y luego ella apareció, entre el velamen flojo, corriendo por los penoles mientras el mástil se inclinaba hacia ellos.

—¡Fox! —gritó Lac. Corrió al borde de la cofa de trinquete y se agarró de las cuerdas del aparejo para inclinarse por encima del caos que había abajo.

Fox llegó al extremo del penol y saltó, moviendo brazos y piernas, y con una mano tendida.

La palma de esa mano fue a dar justo en la de Lac. Los dedos de ella se hundieron en la piel de éste. Lac cerró la mano y sostuvo a Fox, que quedó colgando. Abajo, diminutos Casacas Rojas gritaban y se movían en todas direcciones como hormigas.

Lac se las arregló para esbozar una sonrisa que esperaba parecer desenfadada.

—¿Qué te dije? —preguntó—. Héroes, nada más ni nada menos.

Fox sonrió.

Pero entonces hubo una explosión sanguinolenta en el pecho de ella. Una mancha. El reporte de un fusil distante.

Y Fox pendió sin vida de su mano.

Al principio él no consiguió entenderlo. No comprendía por qué de pronto ella pesaba tanto, por qué no hacía un esfuerzo para levantarse hacia la cofa.

No fue sino hasta que Hobs le ayudó a levantar el cuerpo hacia la cofa que Lac se dio cuenta de que Fox estaba muerta.

No.

No se suponía que las cosas fueran así. Se suponía que él la depositaría sana y salva en la cofa del trinquete, que ella se pondría en pie, se masajearía el hombro resentido y sonreiría con esa sonrisa de coyote salvaje.

Hubo otra andanada de descargas desde la cubierta de artillería, y las explosiones los iluminaron desde abajo. Frente a ellos, el timón del barco aliado se rompió. En la popa, los vidrios estallaron en pedazos. El enemigo estaba acabado.

En otras circunstancias, los Casacas Rojas habrían lanzado vítores.

Pero no habían salido victoriosos.

Detrás del enemigo impactado, se veían sobresalir las monstruosas formas de barcos de tres puentes que surgían de la noche… cascos azules, erizados de cañones, la borda delineada con lámparas que parecían cientos de ojos llameantes.

La Alianza. La fuerza conjunta de la armada de Everica de Stonegold y los piratas de Liccaro, de Serakeen.

Lac se desplomó de rodillas y acunó el cuerpo de Fox entre sus brazos. No se suponía que las cosas terminaran así. Se suponía que ella saldría ilesa, que un día llegaría a comandar su propia nave, algún día… pues había demostrado ser lo suficientemente veloz, valiente y lista… comandaría su nave con Hobs y Lac como sus lugartenientes.

Se suponía que vivirían todavía muchos años, felices y juntos, y que contarían esta historia, su segunda aventura, una y otra vez, tantas veces que se convertiría en leyenda y dejaría de pertenecerles para pasar a ser el relato de las hazañas de héroes remotos.

Pero Fox estaba muerta.

Y la flota de la Alianza se cernía sobre ellos.

Abajo, la capitán de la Tragafuegos gritaba con voz desesperada y desafiante. La tripulación golpeaba la cubierta con los pies, con las culatas de sus fusiles y con los puños, mientras los descomunales buques de guerra de la Alianza despedían descargas de artillería cual dragones azules con aliento de fuego en la noche.

En la cofa del trinquete, el guardiamarina Lac apretó sus labios contra la sien de Fox.

—Se le extraña tanto —dijo alguien.

Parpadeando, Lac levantó la vista de su taza de té con bourbon, para encontrar a Horse, el carpintero de a bordo, que lo miraba con sus tristes ojos separados a través de la concurrida cabina principal, donde había logrado acomodar su ancha espalda entre la chica de cabello negro y el muchacho de la cicatriz que había visto en el muelle del Jabalí Negro, y que ahora conocía como Sefia y Archer.

Que se encontraran aquí y ahora, en el Corriente de fe, con Lac y Hobs, era un giro del destino que Fox habría encontrado curioso y divertido a la vez.

Si Fox estuviera allí.

La lluvia seguía cayendo a torrentes afuera, mientras el cocinero y la camarera del barco se abrían paso entre el nudo de piernas y codos, para volver a llenar las tazas. Cooky era un hombre delgado, pura piel y músculo, de cabeza calva y una catarata de aros de plata bordeando la curva de sus orejas. Aly, la camarera, lo hacía ver diminuto a su lado, pero había algo en su actitud que invitaba a pasarla por alto con facilidad, aunque Lac no tenía idea de cómo alguien podría ignorar su bellísimo cabello rubio tejido en dos largas trenzas que bajaban por su espalda. Ambos parecían haber encontrado el ritmo perfecto para trabajar, turnándose para una cosa o la otra, entretejiendo sus pasos sin tropezar en el atiborrado espacio.

A Lac le recordó el trabajo con Fox.

—Y entonces, ¿qué sucedió? —preguntó Meeks. Lac lo reconoció también, del muelle del Jabalí Negro y de las leyendas. El segundo oficial era un famoso narrador de historias, una de esas personas que podían mantenerlo a uno en vilo durante horas sin nada más que su relato. Y pensar que semejante hombre estaba atento a lo que contaba el humilde e insignificante guardiamarina Haldon Lac…

Fox le habría dicho que no debía permitir que semejante cosa se le subiera a la cabeza.

Tragó con dificultad unas cuantas veces antes de poder hablar de nuevo.

—El trinquete se desplomó tan pronto como la Alianza empezó a dispararnos. La mitad de mis hombres cayeron de inmediato y yo… yo no… el peso era demasiado y… —su mirada encontró a Hobs, cuyos ojos brillaban tenuemente a la luz de las lámparas— solté el cuerpo de Fox, y cayó al mar.

—Ambos la perdimos —dijo Hobs.

Con lo que quedaba de su té, Lac describió la manera en que la Tragafuegos había repelido el ataque mientras había podido, pero que al final no había tenido más opción que izar la bandera blanca.

La rendición había sido dolorosa. Desde el punto de vista de Lac, los de Oxscini jamás se rendían. Era una desgracia para su reino, para su reina, para la larga línea de Casacas Rojas que lo antecedía. Pero la Alianza no había hecho caso de las reglas de batalla y continuó disparando contra la Tragafuegos.

—Incluso bajo fuego —siguió Lac, limpiando las lágrimas de rabia que brotaban de sus ojos—, la capitán mantuvo la cabeza fría. Nos dio a Hobs y a mí el mando de los botes y nos ordenó abandonar la nave. No debimos haber… no debimos huir, pero era una orden, ¿cierto? Estamos condenados a seguir órdenes, ¿no es así? Embarcamos a los heridos y nos marchamos. Con la Tragafuegos cubriéndonos de la vista de la Alianza, escapamos mientras nuestro barco seguía recibiendo descarga tras descarga.

—Y entonces hubo una explosión tan deslumbrante que fue como si las aguas mismas se incendiaran. La Tragafuegos ardió como yesca. La capitán tomó una lámpara y la llevó al polvorín, donde detonó lo que quedaba de nuestras provisiones de pólvora. Más valía destruir la fragata que permitir que cayera en manos de esos bandidos. La capitán no era una cobarde.

Y su sacrificio había rendido fruto. Los botes habían logrado escapar y habían estado intentando encontrar el camino de regreso hacia la flota de la Armada Real desde ese momento.

—Pero yo no tenía la menor idea de dónde nos encontrábamos —confesó Haldon Lac.

maelstrom

—Lo más importante —continuó el Capitán Reed— es que tú sobreviviste.

—¿Por qué?

El Capitán se sirvió un poco de licor y entrechocó su vaso con el de Lac.

—Porque son los supervivientes los que deciden quiénes son héroes. Y quiénes villanos.

Cuando avanzó la noche, desplegaron un mapa sobre la mesa del comedor, y Reed y los demás se agruparon alrededor. Hacia el occidente estaba Oxscini, el amado reino boscoso de Lac, con sus pequeñas islas hacia el sur. Esas islas eran la razón por la cual nadie jamás había logrado conquistar Oxscini. Nadie había alcanzado la destreza náutica necesaria para llegar al corazón del Reino del Bosque.

Hacia el oriente estaban Everica y Liccaro, los dos reinos que formaban la Alianza.

Y entre esas dos mitades del mapa, más cerca de Oxscini de lo que Lac quería pensar, Hobs señaló un punto en el Mar Central.

—Aquí fue donde nos enfrentamos con la flota de la Alianza, señor.

La Alianza se estaba aventurando a navegar hacia occidente, extendiéndose por toda Kelanna como una mancha.

—Eso es lo que busca la Guardia —afirmó Sefia—. Primero Everica, después Liccaro y Deliene, y Oxscini y Roku al final. Si todo sigue conforme a sus planes, no pasará mucho tiempo antes de que conquisten los cinco reinos.

—Pero ¿por qué? —preguntó Lac.

—Para lograr la estabilidad y la paz —su voz irradiaba desprecio—. Creen que al tener a Kelanna bajo su control, la convertirán en un mundo mejor.

—Lograr la paz gracias a la guerra —dijo Hobs—. Si me piden mi opinión, diría que es una curiosa manera de actuar.

—Oxscini opondrá resistencia, pero Roku… —Reed señaló el más pequeño de los reinos, un grupo de islas que, al igual que buena parte de Kelanna, había formado parte alguna vez de los extensos y dispersos dominios de Oxscini— no representará mayor desafío.

—¿Qué es la Guardia? —preguntó Lac.

Sefia lo miró con recelo. En ese momento, ella lo hizo pensar en Fox, que lo miraba justamente de la misma manera al comienzo de su amistad. Pero fue Archer, el muchacho con la quemadura alrededor de la garganta, quien respondió. Sus ojos dorados relampaguearon a la luz de la lámpara como los de un gato.

—Son los verdaderos villanos.