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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Erika Fiorucci

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una vida en París, n.º 167 - agosto 2017

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y

Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-024-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 27

Capítulo 28

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Sergei

 

Bailar.

Es mi trabajo y lo que amo hacer. Sin embargo, hay momentos en los que las actividades relacionadas con mi carrera se vuelven un penoso dolor en el trasero.

Cualquier persona medianamente al tanto de mi trayectoria pensaría que entre mis actividades favoritas estaría asistir a una fiesta para ser presentado a los benefactores de la Ópera Garnier, para la que había comenzado a trabajar unos meses atrás. A fin de cuentas, el alcohol era gratis, había mujeres hermosas, francesas en su mayoría, y todo el mundo se disputaba el deber de mostrar su amor hacia mi encantadora y burbujeante personalidad, mi talento como bailarín clásico y, por supuesto, el hermoso físico con el que fui bendecido por los dioses.

Esa noche yo era la estrella, el objeto de adoración y, aunque jamás lo reconocería en voz alta, todo era una porquería.

En momentos así solo podía pensar que sería extremadamente divertido volver a ser el Sergei Petrov que todos esperaban, el que podía pasarla bien entre extraños, el alma de la fiesta, y no ese hombre que vigilaba cada uno de sus movimientos para evitar caer nuevamente en el negro vacío de su estupidez.

No lo iba a negar, la caída era excitante, llena de adrenalina, por eso era tan atrayente; pero despertar en el fondo oscuro del pozo de tus propias imbecilidades, revolcándote en la porquería que dejaban las consecuencias, no lo era tanto.

Un razonamiento un poco dramático, lo sé, pero no menos verdadero.

Por ello, durante el agasajo no acepté ni una copa de esas que parecían gritar mi nombre desde las bandejas que pasaban muy cerca de mi nariz.

Aunque, a pesar de mi sobriedad, había logrado mantener mi encanto a flote, no había caído en la tentación de lanzar mirada sugerente alguna a ese ejército de mujeres que se acercaban constantemente a alabarme, sonreírme, tocarme.

Esa vieja filosofía de que «todas merecen un poco» era cosa del pasado. Solo quería portarme bien y bailar. ¿Era acaso mucho pedir que me dejaran en paz?

Los primeros meses en París no habían sido fáciles: sin amigos, sin ayuda, sin alcohol, sin diversiones. ¡Estaba hecho casi un monje recluso! Apenas había conseguido un lugar permanente donde vivir y aún se sentía tan impersonal como una habitación de hotel.

Extrañaba a Marianne, su dulzura, el café que me hacía cada mañana, nuestras tardes de lectura en el Central Park e incluso acompañarla a esas odiosas exposiciones de artistas independientes a las que me arrastraba. Extrañaba a Vadim, mi hermano, mi amigo, la única constante en mi vida durante tantos años; echaba de menos su seguridad, su calma, esa sensación de que, pasara lo que pasara e hiciese lo que hiciese, él estaría allí para atajarme, para arreglarlo todo con una sola llamada telefónica. Incluso extrañaba a Mason, ¿quién lo diría?, con nuestras sesiones de juego de Call of Duty, su lógica sobre la vida, siempre directa, sin subterfugios e impartida con una voz que te hacía querer esconderte en el clóset más cercano no fuera a ser que hiciera que el razonamiento se metiera en la cabeza a fuerza de golpes.

Más de una vez durante esos meses de tortura me sorprendí levantando el teléfono a punto de marcar cualquiera de esos tres números y gritar desesperado que necesitaba rescate, que quería volver, que mis expectativas de paseos por el Sena y cruasanes por la mañana estaban resultando de lo más decepcionantes. Sin embargo nunca lo hacía.

Cuando abandoné Nueva York me prometí que lo conseguiría solo, por primera vez, y no dejaría que esas voces que constantemente me recordaban que no era más que un bueno para nada, un perezoso con talento, una bonita fachada de una casa podrida por dentro, lograran desanimarme como lo habían hecho tantas veces en el pasado.

El problema era que con el pasar de los días esas voces se habían convertido en mi única compañía.

—Estamos tan emocionados con su presencia, señor Petrov —comentó una de las mujeres que me rodeaba. Batió las pestañas y puso una mano sobre mi hombro. Era un truco tan evidente y, además, pasado de moda. Yo lo sabía bien porque conocía todos los trucos: pasados, presentes y futuros. Es más, tenía mi propio manual—. Debo decir que la junta de directores estaba un poco nerviosa al contratarlo luego de sus… problemas en Londres y en Nueva York.

Ah, sí, claro. «Mis problemas.»

Tuve que morderme la lengua para no recordarle que «mis problemas» eran parte de mi encanto. El público pagaba entradas solo por el morbo de ver sobre el escenario al «chico malo del ballet», a ese que se emborrachaba y tenía peleas en un bar, que era perseguido por los paparazzi como si fuera una estrella de cine, que podía, en un dejo de malacrianza, dejar guindando un espectáculo y desaparecer para resurgir meses después mejor que nunca con una sonrisa cínica en la boca.

Era un gran bailarín clásico, muchos decían que el mejor de mi generación, pero nunca me habían querido solo por eso. Siendo completamente honesto, como yo, técnicamente hablando, había más o menos siete; pero, a pesar del buen comportamiento que había exhibido últimamente, el público seguía fascinado conmigo por la expectativa, por no saber si saldría al escenario sobrio o borracho; deseaban verme como un príncipe en el teatro cada noche y en el periódico de la mañana como un sujeto amoratado y con el labio partido después de una pelea callejera. Sobre todas las cosas, les encantaba disertar sobre cuál de los dos Sergei Petrov era el verdadero, además de hacer juicios morales sobre el desperdicio de talento, mi difícil infancia, los efectos de la fama en alguien tan joven y bla, bla, bla. Pura doble moral.

—No era feliz en Londres ni en Nueva York —mentí. Tal vez en Londres no lo era, pero Nueva York fue mi época más feliz hasta que metí la pata, como de costumbre, y la vida me enseñó que hasta el gran Sergei Petrov podía perder de vez en cuando—. París me ha tratado bien hasta el momento.

—Y esperamos seguir haciéndolo —me dijo la señora, cuyo nombre no recordaba, si es que alguna vez lo había sabido, mientras su mano comenzaba «distraídamente» a acariciar mi brazo.

Con una sonrisa cuidadosamente estudiada, una que no me comprometía pero que, al mismo tiempo, prometía un millón de cosas que nunca serían cumplidas, hice una leve inclinación de cabeza y me dediqué a circular por la fiesta.

Estreché tantas manos que estaba convencido de que necesitaría aplicar compresas frías sobre mi túnel metacarpiano cuando llegara a la casa. Dejé que me tocaran, que me alabaran, respondí de forma ingeniosa y con doble sentido miles de preguntas veladas sobre cuándo volvería a hacer una de las mías y, en honor a Marianne, hasta conversé con un par de periodistas.

Lo más triste fue que en cada una de las miradas que enfrenté y en los rostros que detallé había cierta anticipación. Ellos querían, prácticamente me rogaban sin palabras, que diera un escándalo, que alimentara sus aburridas vidas y una parte de mí, debía admitir, deseaba complacerlos.

Estaba solo y la soledad nunca me había sentado bien. Estaba aburrido y siempre había buscado maneras creativas para lidiar con el tedio.

Miré al camarero que pasaba cerca, muy cerca. Las bebidas en la bandeja eran diversas: burbujeantes que prometían felicidad instantánea; oscuras y seductoras que te harían sentir poderoso, y claras y frías que te sumergirían en un océano de olvido con tan solo un par de sorbos.

Todas eran antiguas conocidas y, como tales, me llamaban, me saludaban en la distancia, me hacían guiños y mohines prometiéndome que una sola de ellas no sería mayor problema, que nadie lo sabría y yo, a cambio de ese secreto, tendría la posibilidad de soportar lo que quedaba de noche de mejor ánimo.

«Necesito aire», pensé porque es un hecho clínicamente aceptado que cuando cualquier tipo de líquido comienza a hablarte es momento de hacer una pausa y aclarar la mente. También valía pedir una cita con el psiquiatra pero no quería ser psicoanalizado en francés.

Así que salí a la terraza que, gracias a Dios, estaba desierta.

Las noches todavía eran lo suficientemente frías para no tentar a nadie a hacer visitas furtivas al descampado; pero en mi caso, el aire helado fue más que bienvenido pues actuó como una bofetada que me despertó de ese trance inducido por decenas de rostros que no conocía ni me importaban, de roces de cuerpos que deseaban algo de mí que no quería dar, de sonrisas tan falsas como las palabras que las acompañaban.

—¿No eres tú el tipo por el cual dan esta fiesta tan aburrida?

Una voz de terciopelo me habló desde la oscuridad pero, a pesar de la suave entonación y del acento americano, muy parecido al de mi querida Marianne, el significado de las palabras me indignó: solo yo tenía el derecho de pensar que mi propia fiesta era aburrida. ¡Nadie más!

A fin de cuentas, tenía una reputación que mantener y no era de aburrido precisamente. Además, ¿qué era eso de «el tipo»? Yo era Sergei Petrov y, particularmente en estos círculos, era bastante famoso. ¿Cómo osaba esa criatura no saber quién era yo estando, por demás, en una fiesta en mi honor?

Estuve a punto de dejarle saber exactamente qué podía hacer con sus comentarios, pero la respuesta se me quedó atorada en la garganta cuando la forma que le daba vida a esa voz emergió de la sombra, poco a poco, con un andar deliberadamente lento que me recordó los círculos que hace el tiburón alrededor de su presa, a un depredador cuando acecha. Un pie delante del otro, un poco sobrecruzado, lo que le daba una extraña cadencia a sus caderas.

Finalmente se detuvo justo bajo el reflejo de una de las luces. No sé si fue por coincidencia o calculado estudio. No podía ponerme a analizar esas tonterías porque finalmente estaba viendo su cara.

Era un hada.

No, no estaba borracho y tampoco me refería a esas hadas buenas de los cuentos infantiles que andan por ahí concediendo deseos y apadrinando recién nacidos, sino a aquellas de las que el folklore ha escrito miles de historias, esas que son peligrosas.

Tal y como decían las leyendas, era hermosa, con el cabello oscuro algo corto, como en un estilo de los años veinte, una piel de porcelana sin fallas y unos ojos verdes que asemejaban al fondo de un estanque donde podía morir ahogado gustosamente.

No tenía curvas como Marianne, eso la hubiese hecho parecer demasiado mortal, mundana, real. Su figura era alargada como la de una Náyade que se esconde en el tronco de un árbol esperando enloquecer a aquellos que se pierden en el bosque y como tal, su vestido era verde, vaporoso. Sentí que de un momento a otro la prenda iba a empezar a flotar alrededor de ella mágicamente.

Quería que me llevara a vivir a su corte entre los árboles y me obligara a bailar hasta morir.

—No sé por qué pensé que en una fiesta para un bailarín habría baile —dijo con esa voz que tenía la extraña cualidad de acariciarte y golpearte al mismo tiempo. Había en ella mucho de promesa y también de peligro, juego y seducción, y yo estaba desesperadamente necesitado de todas esas cosas—. ¡Qué tonta fui!

Comenzó a caminar hacia mí con ese paso que me alteraba los nervios, que me hacía querer salvar el espacio que nos separaba para terminar con la anticipación.

Sus brazos colgaban despreocupados a sus costados, balanceándose ligeramente. Los dedos de su mano derecha asían distraídamente el borde de un vaso.

Llegó hasta donde estaba, puso el vaso en la baranda y me miró levantando las cejas. Fue entonces cuando me di cuenta de que no había dicho una sola palabra, atrapado en una especie de hechizo.

Ese no era yo.

Por un momento Sergei Petrov, amo de los escenarios y de las mujeres que orbitaban a su alrededor, ese que tenía una legión de grupis, decenas de blogs de fanáticos que seguían sus movimientos, un doctorado en flirteo y una maestría en relaciones casuales, había quedado reducido a un idiota con la boca abierta.

Tiempo de voltear la tortilla. Ni siquiera en mi estado actual de «chico decente» iba a permitirme tal humillación.

Los estándares debían ser mantenidos.

—Podemos bailar si quieres —dije encogiendo un hombro, tratando de recobrar mi famoso savoire faire, joy de vivre o como quiera que lo llamaran los franceses—. Será una nueva experiencia que atesorarás por siempre.

—¿En serio? —preguntó con una sonrisa que no era más que una insinuación, un leve fruncido de las comisuras de la boca.

—Es el efecto que causa bailar conmigo. Tú sabes, expectación, mareos, admiración, accesos espontáneos de lujuria…

—¿Y por lo general cumple todas esas expectativas que se arman a su alrededor, señor Petrov?

—Cada maldita vez —contesté y le sonreí en lo que esperaba fuera una imitación aceptable de la expresión del lobo antes de decir «soplaré y soplaré»—. Es una especie de compulsión, no puedo evitarlo.

—¿Es eso una promesa? —me miró ladeando la cabeza, estudiándome, como si se estuviera preguntando si de verdad tenía el equipo necesario—. ¿O una advertencia?

—Solo es un hecho respaldado por toneladas de evidencia.

—Nunca confío en recomendaciones de terceros —hizo una mueca de disgusto con la boca—. Es un defecto de crianza. Toda hipótesis debe ser comprobada.

—¡Gabrielle!

Una voz masculina con un pesado acento francés nos interrumpió y por primera vez en lo que iba de noche realmente quise golpear a alguien.

Allez —dijo el hombre, sin percatarse de mis violentas elucubraciones, exhibiendo una expresión a medio camino entre el desagrado y la diversión.

Era alto, delgado, joven, con una mata de cabello marrón que, en condiciones normales, lo hubiese hecho parecer desarreglado, mucho más en un evento de este tipo, pero que en él funcionaba dándole un aire «casualmente elegante», como solo un francés podía lograrlo. También ayudaban el traje de tres piezas y la bufanda.

Ella, Gabrielle, lo miró y sonrió, pero no era la misma sonrisa que empleó conmigo, esa que era tan leve que te hacía desear desesperadamente verla en todo su esplendor. La que le dio al francés no era más que una línea en su boca que suprimía por la fuerza un mohín de disgusto.

Luego, para mi mayor placer, lo ignoró y se volvió a verme, como si la interrupción no hubiese existido nunca y aún estuviéramos encerrados en esa burbuja mágica que ella era capaz de crear solo con la fuerza de su presencia.

—Tengo que irme —dijo como si fuese algo que se le hubiese ocurrido en el momento, como si nadie la hubiera llamado y estuviera esperándola a menos de diez pasos. Después se inclinó salvando ese pequeño espacio que nos separaba y, sin que estuviera preparado o mucho menos lo esperara, me besó justo en la comisura de los labios demorándose tres segundos más de lo necesario—. A menos que quieras venir.

Solo entonces me di cuenta de que era yo el que estaba mareado en medio de un ataque de lujuria alimentado por muchas expectativas. Había sido víctima de lo que otros llamaban «el efecto Petrov».

—¿No le molestará a tu amigo? —pregunté, sacudiéndome a la fuerza el trance.

—Más personas, más diversión. Es su filosofía, no la mía.

Por primera vez desde que conocí a Marianne en Londres quería volver a jugar el viejo juego y, por sobre todas las cosas, ganarlo.

Era hora de regresar.

Sin ser plenamente consciente de mis acciones, tomé el vaso que Gabrielle había dejado en la baranda y me bajé el whisky de un solo trago.

Luego, sin detenerme a pensar en causas y consecuencias, en que estaba abandonando una fiesta en mi honor, en que no tenía idea de quiénes eran estas personas ni mucho menos a dónde iríamos, en que estaba siendo nuevamente irresponsable, simplemente la seguí.

Capítulo 2

Sergei

 

Contrario a lo que todo el mundo cree, el vodka sí da resaca.

En lo que abrí los ojos la mañana siguiente con dolor de cabeza, aún ahogado en humo de cigarrillo y con una sed que solo podría ser saciada luego de acabar con las reservas mundiales de agua mineral, me pregunté por qué en esos momentos en que el alcohol baja por tu garganta solo puedes pensar en que quieres más y ni por casualidad se te ocurre considerar cómo te sentirás la mañana siguiente y mucho menos dónde vas a despertar.

Hablando de eso, estaba en una cama, no quedaba duda. Sin embargo, la habitación no me recordaba a ningún lugar en el que hubiera estado recientemente. Parecía la suite de un hotel de lujo.

Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que me fui de fiesta de esa forma. Si la memoria no me fallaba, fue en Londres y un puente estuvo involucrado, además de la policía y decenas de periodistas.

Con la lentitud y la pereza que da una resaca del tamaño de la antigua Unión Soviética, traté de incorporarme un poco al tiempo que instaba a mi cerebro a despertarse y darme alguna pista de lo que había hecho la noche anterior y el lugar donde me hallaba.

Una fiesta, sí, definitivamente fue una fiesta monumentalmente divertida con la chica que conocí en la Ópera, Gabrielle, y su amigo, Bernard Duserre, quien era, según entendí, un millonario coleccionista de arte con un gusto irreprochable por el whisky de malta.

Duserre era como una versión de mi amigo Vadim pero en un mundo paralelo, un dopplegänger malvado pero definitivamente carismático, como todo buen malvado debe ser.

Y Gabrielle, Gabrielle… Esa chica parecía ser el remedio perfecto para el deprimente estado de ánimo en el que París me había sumido, una vacuna contra la soledad y el tedio.

«Gabrielle Marie Fisher. Artista del tatuaje, vagabunda y, con toda seguridad, una mujer que recordarás por el resto de tu vida», me dijo cuando, maravillado por las luces, el ambiente y, sobre todo, por ella, le pregunté quién era esperando algún tipo de revelación trascendental. Por alguna razón me pareció la más acertada de las presentaciones.

La celebración, cuyo motivo desconocía, fue en una casa enorme en las afueras de París. Había un famoso DJ pinchando discos en una tarima, gente hermosa que parecía amarme instantáneamente, Grey Goose repartido como botellas de agua y hasta artistas que fingían ser estatuas o ejecutaban rutinas tipo El Circo del Sol en pequeñas jaulas suspendidas desde el techo.

Todo se asemejaba a una especie de decadencia onírica que me engulló haciéndome parte de ella hasta que me fue imposible discernir la realidad de la fantasía. Incluso a la luz del día no estaba seguro de qué parte había sido un sueño y qué parte real.

Hasta donde recordaba Gabrielle y yo bailamos, bebimos, nos reímos como idiotas y fingimos ser parte de ese mundo fantástico hasta que nos lo creímos mientras Bernard nos observaba con una sonrisa perversa en los labios a la cual no le di mucha importancia porque había demasiada vodka en mi sistema linfático.

—Buenos días.

La voz provenía de algún rincón de la habitación y la brusquedad con la que moví la cabeza para encontrar el lugar del que salía me generó un dolor que me tuvo viendo puntitos blancos y brillantes por unos cuantos segundos.

En lo que enfoqué la vista allí estaba Gabrielle, sentada en una silla, tan fresca y despierta como si se hubiese acostado a las ocho de la noche después de comer una ensalada.

—¿Me recuerdas? —preguntó con una sonrisita de suficiencia.

La preocupación sobre dónde estaba y lo que había hecho la noche anterior desapareció como por arte de magia.

Ella era divertida, hermosa, un poco loca y completamente desinhibida. En fin, era Sergei Petrov en versión femenina y nada podía ser mejor que jugar un rato con alguien que pudiera seguirme el paso.

—¿Gabrielle, verdad? —dije haciéndome el desentendido, apenas mirándola.

—Me alegra que lo recuerdes —respondió sin dar la más mínima evidencia de haber acusado el golpe de mi supuesta indiferencia.

—Es un lindo nombre.

—Sí, siempre lo he pensado. Mi hermana ha estado celosa de él toda su vida.

—¿Cómo se llama tu hermana?

—Georgia.

—Lo siento por ella.

—No te preocupes, ella es fabulosa a pesar del nombre.

Se puso de pie y caminó hacia mí.

—Hice un poco de investigación —dijo todavía con la sonrisa en los labios, aunque detuvo su avance a unos cinco pasos de la cama.

—¿Sobre? —me incorporé un poco apoyándome en el brazo.

Sabía que estaba desnudo y en esa posición la sábana que me cubría tapaba solo las partes más interesantes, dejando lo más importante a la imaginación.

Quería que imaginara.

—Sergei Petrov —dijo y me recorrió con la vista.

—Un tópico de estudio extremadamente interesante —dije sometiendo por la fuerza el deseo de mi boca de sonreír de forma presumida, aunque la sensación seguía allí recorriendo mi cuerpo, buscando una manera de expresarse.

—Bailarín, fiestero —comenzó a enumerar—, mala conducta, aficionado a pelear en bares y callejones. ¿Olvidé algo?

—Dios del sexo.

Rio y podría jurar que todo París (si es que todavía estábamos en París) se detuvo a escuchar ese sonido que debía de acelerar el derretimiento de los glaciares. Su risa recordaba al chocolate espeso vertido sobre un cono de helado.

—A todo hombre le gusta pensar que es el dios del sexo —me miró levantado las cejas—, pero hasta ahora no he conocido a ninguno al que le quede el calificativo.

—¿Es eso un reto?

—Podría ser.

—Estoy aquí, hay una cama y alguien me ahorró el siempre incómodo proceso de desvestirme. Siempre he dicho que no hay mejor momento que el presente.

—¿El presente? —preguntó dando un par de pasos más hacia la cama.

—El presente.

—¿Quieres decir un viernes a las ocho de la mañana? —me miró con fingida dulzura—. ¿No tienes que ir a trabajar o algo así?

Mierda.

Una ola de vergüenza y arrepentimiento me golpeó sin previo aviso. Hacía años que no me comportaba de esta manera. No desde toda la debacle en Londres. Me había jurado a mí mismo que no volvería a jugar con mi futuro y mi carrera. Se lo había jurado a Marianne.

No iba a cagarla en París como lo hice en Londres. No señor. No iba a arruinar esta oportunidad porque si seguía por este camino, eventualmente, se me acabarían los sitios a los que huir o las personas que quisieran contratarme.

La maldita soledad y el condenado aburrimiento eran unos pésimos consejeros.

—Tengo que irme —le dije a Gabrielle y estaba seguro de que mi rostro reflejaba toda la decepción que ser responsable generalmente acarreaba.

—Eso pensé —estiró la mano hacia un sofá que había al pie de la cama y me alcanzó mi ropa—. Un taxi estará aquí en diez minutos para recogerte.

—¿Dónde es aquí? —pregunté tomando la ropa y, como no parecía inclinada a darme ningún tipo de privacidad, salí de la cama dándole una visión completa de las joyas familiares.

Rive Gauche, a la izquierda del Sena.

—¿Vives aquí?

Se rio divertida. Esperaba que fuera por la pregunta y no por el espectáculo que significaba verme vistiéndome.

Eso habría sido un golpe brutal para mi ego.

—Es la casa de Bernard.

—Un sujeto peculiar —dije mientras Gabrielle se agachaba y me tendía los zapatos. Por pura fuerza de voluntad espanté las imágenes que poblaron mi mente al verla casi de rodillas frente a mí—. ¿Es tu novio o algo?

—Algo.

Interesante.

Otro día, seguramente, podría jugar al misterio pero ya estaba a punto de llegar tarde, así que terminé de vestirme.

—Odio ser un huésped tan maleducado, no quedarme a desayunar ni rememorar lo bien que la pasamos anoche, pero el deber llama. No puedo faltar al trabajo.

Gabrielle ladeó la cabeza y me miró curiosa.

—Eres mucho más de lo que pensé que serías, Sergei Petrov.

—Obviamente —dije con una sonrisa presumida y me encogí de hombros—. Soy mucho más que la suma de mis increíbles partes.

—Eso aún está por ver y me refiero concretamente a tus supuestas «increíbles» partes.

—Ya viste la mayoría y me hiere —me puse la mano en el corazón para un mayor efecto— que no estés impresionada.

—Me guardo mi juicio para una inspección más activa.

Estaba más que dispuesto a jugar a la sexy enfermera que debía inspeccionar activamente al enfermo, pero necesitaba irme.

¡Maldición!

—De los pacientes será el Reino de los Cielos.

Le guiñé un ojo y salí de allí antes de cambiar de parecer.

Claro que cuatro horas después, tras enfrentar la mitad de mi jornada laboral, no me sentía en ningún Reino de los Cielos y la paciencia se me estaba agotando.

La mayoría de las personas pueden, más o menos, sortear un día de resaca en la oficina, pero mi día laboral se circunscribía exclusivamente a hacer ejercicio, saltar, girar y darle estabilidad a una bailarina parada en la punta de sus pies una y otra vez.

Hacer todo eso se convierte en una tarea titánica cuando tu cuerpo parece haber duplicado su tamaño, tu cabeza no puede formar un pensamiento coherente lo suficientemente rápido y estás más torpe que Bambi el día de su nacimiento. El cómo lo había logrado con bastante efectividad por una buena cantidad de años era un misterio.

—¡Otra vez! —gritó exasperado el director del ensayo cuando por enésima ocasión mis movimientos no fueron tan fluidos como se esperaba y, en medio de la indisposición postalcohólica, casi hice caer a mi compañera—. No sé qué pasa contigo hoy, Sergei.

—Nada del otro mundo —me defendí tratando de no mostrar que estaba respirando como un asmático tras un maratón—. Soy un humano, no una máquina. No puedo estar igual todos los días.

El director del ensayo afiló los ojos, estudiándome, y un extraño frío me recorrió la espalda.

El público podía amar mis desenfrenos, la gerencia podía ser indulgente con mis escapadas siempre y cuando no entorpecieran sus producciones y el teatro estuviese lleno el día del estreno, pero las personas que trabajaban directamente conmigo no estaban dispuestas a permitir que su desempeño se viera entorpecido por mi falta de profesionalidad.

Siempre había sido así, tanto en Londres como en Nueva York, a pesar de mi beatificado comportamiento. La razón principal de que a otros bailarines no les gustara trabajar conmigo era que nunca se sentían seguros y la seguridad era clave a la hora de estar sobre el escenario.

—Además —dije estirando el brazo hacia la única tabla de salvación que tenía a mano: mi «divo» interior—, nadie puede bailar correctamente con ese tiempo musical.

Y señalé, sin verlo, al pianista acompañante.

—Quiere matarme. Está tocando deprisa los pasajes que deberían ser lentos y muy lentos los que deberían ser rápidos. ¡Así no se puede trabajar!

Todos se quedaron en silencio ante mi arrebato. Sin embargo, en las circunstancias actuales, era mejor que pensaran que era un divo malcriado que un borracho incapaz de hacer su trabajo.

—Tomemos todos cinco minutos de descanso. Luego volvemos —anunció el director del ensayo y se pasó las manos por la cara antes de volver su mirada hacia el piano—. Será todo por hoy, Siena. Pasa por la oficina y pide que envíen a otro pianista, por favor.

Sentí que se me iba el estómago al piso al tiempo que me inundaban sentimientos con los que estaba muy familiarizado: culpa y vergüenza.

La pianista (ni siquiera me había dado cuenta de que era una mujer) se levantó solemne y con la espalda muy derecha salió del salón sin voltear a ver a nadie y mucho menos a mí. Obviamente yo tampoco le dediqué ni una miradita más allá de lo captado por mi visión periférica. No quería enfrentar cualquier expresión que pudiese haber en su rostro.

Aunque me sentía como una piltrafa desgraciada, en los cinco minutos siguientes atiborré mi cuerpo de Red Bull, Coca-cola y otras bebidas estimulantes que me permitieron terminar la jornada, si no de forma óptima, al menos de manera pasable para los que estaban observándome.

Para tratar de acallar un poco mi escrupulosa conciencia que, de un tiempo a esta parte, había desarrollado el extraño hábito de aparecer de vez en cuando para torturarme, a mi salida pasé por la oficina de administración.

—Hola, Sergei —me saludó Isabelle, la encantadora coordinadora de actividades de la compañía, que por cierto estaba terminando de poner los horarios de ensayo del día siguiente en la cartelera—. ¿Necesitas algo?

—Sí, quería hablar contigo de la pianista que tocó en mi ensayo de hoy. Siena, creo que se llama.

—Sí, Siena Planchard —dijo terminando de colocar los horarios en la cartelera y tomó otras hojas que salían de la impresora que seguramente serían colocadas después en los vestidores—. No te preocupes No tocará más para ti.

¿Había hecho que la despidieran? ¡Por Dios! Seguramente había un círculo en el infierno destinado única y exclusivamente a personas como yo.

—Es una buena pianista —alegué aunque no podía asegurarlo. Ni siquiera sabía si había tocado para mí antes. Nunca me había relacionado bien con mis compañeros de trabajo en ninguna parte del mundo: ellos no confiaban en mí y yo los ignoraba, fin de la historia. Me limitaba a llegar a tiempo, hacer lo mío e irme a casa—. Que no funcione para mí no significa nada.

—Eso fue lo que ella dijo cuando vino a solicitar que no la programaran más en tus ensayos.

—¿Ella lo pidió?

—Ajá. Lo cual me hizo sentir mal porque yo te la asigné —torció la boca en un gesto de derrota—. Pensé que como eran vecinos sería más fácil para ti, que te ayudaría a adaptarte en vista de que más nada parecía estar funcionando.

—¿Siena es mi vecina?

—¿No lo sabías? —Isabelle me miró confundida y luego suspiró—. Cuando estábamos tratando de buscarte un lugar fijo donde vivir la cosa se complicó porque a ti no te gustaba ninguno: muy caro, muy lejos, no quiero un piso tan alto, no quiero un piso tan bajo… ¡Me estaba volviendo loca! Fue Siena la que me avisó de un lugar en su edificio que estaba por vaciarse.

—¿Por qué haría algo así? Ni siquiera la conozco.

—No todo el mundo tiene que querer algo de ti, Sergei —sonrió de forma condescendiente—. Algunas veces las personas hacen cosas simplemente porque son buena gente o porque les importan sus compañeros de trabajo y el bien de la compañía.

—Ella, Siena, ¿no tendrá problemas por esto?

—¿Problemas?

—¿La van a despedir?

—Bueno, no —a pesar de su declaración, Isabelle lucía incómoda—. Siena tiene cuatro años aquí y es muy responsable con su trabajo, pero a ella se le paga por hora y, tú entiendes, menos horas…

—Mierda —la maldición me salió del alma—. ¿No la puedes programar nuevamente en mis ensayos? Prometo ser bueno y no quejarme.

—Si ella no quiere no puedo obligarla —de repente los ojos de Isabelle se iluminaron como si hubiese tenido una idea—. Sin embargo…

—¿Qué?

—Ella es tu vecina, le encantan las magdalenas con chispas de chocolate y he escuchado que puedes ser encantador si te lo propones —me guiñó un ojo—. Tal vez puedas convencerla de no ser tan terca. Sé que necesita el dinero.

Aparentemente era el momento de pagar por mis pecados de la noche anterior.

Capítulo 3

Gabrielle

 

El local de tatuajes estaba lleno esa mañana, como era de esperar. En lo que el invierno terminaba y la gente no necesitaba estar cubierta con capas y capas de tela, tenía la aparente necesidad de adornar su piel.

No era que me quejara. A fin de cuentas me daba de comer. Sin embargo, en la mayoría de los casos era una decisión apresurada, un deseo de ir con la moda. Pocas de estas personas entendían que un tatuaje era una forma de arte, un embellecimiento externo que cargarían consigo por el resto de su vida y que, por lo tanto, debía significar algo.

No importaba si era una pequeña mariposa, un símbolo celta o algo enorme que ocupara la espalda, un brazo o una pierna, si era solo con tinta negra o llevaba color o piedras; la cuestión era que tuviera un propósito, un sentido solo para la persona que lo llevaba, más allá de simple adorno.

Tristemente, la mayoría de mis clientes se arrepentiría en un año o dos.

Por lo pronto me estaba divirtiendo. Esa mañana había entrado un padre soltero que deseaba tener el nombre de su hija en la piel para celebrar el quinto cumpleaños de la pequeña.

Cualquier tipo de tatuaje que representase a la familia, que la honrara, era algo en lo que siempre me gustaba trabajar. No había nada más precioso que la familia, incluso si tenías que dejarla atrás para protegerla.

Varias hojas en mi cuaderno de dibujo mostraban manos, dedos entrelazados. Trabajaba en las líneas y los detalles para el tatuaje que me habían encargado, y estaba tan concentrada que cuando levantaba la vista no veía nada de lo que me rodeaba. Mi mente seguía viendo posibles combinaciones.

—¿Cómo está todo esta mañana?

La voz casi que me hizo saltar en la silla y abrir un agujero en el techo como cualquier protagonista de una caricatura.

La interrupción de Bernard, además de sorpresiva, no era bienvenida.

Debía dibujar un cartel que dijera «Genio trabajando» para colgarlo en la puerta de la trastienda.

Tal vez bastaría con pasarle llave.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté sonriendo, aunque más que una sonrisa era una mueca estudiada para demostrar que me estaba interrumpiendo.

—Supervisando una de mis inversiones —y en un mal intento por validar su afirmación echó un vistazo sin profundidad a sus alrededores.

—A la tienda le va bien —dije soltando el lápiz y cerrando el blog de dibujo—. Estoy segura de que los reportes financieros te llegan puntualmente, aunque claro, para ti no debe de alcanzar ni para dar propinas.

—Poner la comida en la mesa de artistas desconocidos es uno de mis principales propósitos en la vida —dijo presumido y se sentó en la silla de la mesa de dibujo contigua—. Además te fuiste muy temprano y no hemos hablado en todo el día.

—Existen los teléfonos.

—Son tan impersonales —dijo examinándose las uñas—. Entonces, ¿qué piensas de él?

La pregunta de Bernard fue hecha casi al descuido, con fastidio, como si necesitara hablar de cualquier cosa para entretenerse, pero yo lo conocía bien.

Todos tenemos algún «defecto de crianza». El de Bernard era parecer siempre desapegado, poco interesado en las cosas que le rodeaban, como un emperador aburrido buscando, sin encontrarlo, algo de entretenimiento en las costumbres mundanas de sus súbditos.

—¿De quién? —pregunté confundida. Yo también podía parecer desinteresada.

Bernard bufó.

—Sergei Petrov —me aclaró aunque su mirada no dejaba la más mínima duda de que mi jueguito no le hacía ninguna gracia.

Manteniéndome en personaje, simplemente me encogí de hombros e hice una mueca con la boca.

—¡Vamos, Gabrielle! Alguna impresión debe de haberte causado.

No tenía por qué mentir a Bernard pero tampoco quería ser completamente honesta con él. Todavía no tenía claro qué estaba buscando con todo esto.

—Es hermoso —dije finalmente—, más de lo que esperaba.

—Exactamente tu tipo entonces.

—Me haces sentir superficial.

—Para nada —hizo un gesto con la mano—. De acuerdo con tus parámetros, mientras más bello el exterior más podrido el interior, y siempre has tenido interés en lo descompuesto.

—Sí, sí, soy una maldita ave de rapiña —dije a media voz.

—Y por eso debería gustarte —prosiguió Bernard—. Sergei Petrov no está bien aunque se empeñe en pretender que lo está. Era cuestión de tiempo que volviera a sus antiguos vicios.

—Y tú te encargaste de apresurar las cosas poniéndole la tentación delante de los ojos —lo reprendí.

—Nadie puede decir que está completamente rehabilitado hasta que se sumerge y sale intacto —dijo saliéndole al paso al regaño—. Mejor poner a Petrov en un ambiente donde pueda lanzarse de cabeza a la piscina con libertad y haya alguien que lo saque si las cosas no salen bien. Solo estoy siendo un buen samaritano.

—De todas formas creo que es muy pronto para que vuelva al agua —insistí.

—Las personas como Petrov no se rehabilitan nunca.

—Yo lo hice.

—¿Lo hiciste?

—Vamos a las fiestas más desenfrenadas y aunque me las pasen por delante de la nariz no tomo drogas. Casi ni bebo alcohol —afirmé orgullosa.

—Porque tu piscina, querida amiga, no son las fiestas. Tu reto está en Nueva York con tus padres, con tu hermana, con Josiah. Solo cuando vuelvas a casa y enfrentes tu vida sin muletas sabrás que todo ha terminado.

Maldito.

Era fácil olvidar que Bernard me conocía tanto como yo a él.

—No estoy segura de que sumergir a Petrov en el ambiente fiestero sea lo adecuado —cambié el tema sin ningún tipo de sutileza—. Es un tren que puede descarrilarse si no tenemos cuidado e imagino que odiarías tener que dar esa noticia, ¿verdad? —le pregunté sarcástica.

—Claro que sí —respondió ofendido y no me lo creí ni por un segundo—. Odio fallarles a mis amigos. Por eso lo estamos cuidando.

—El problema de Sergei Petrov no es la botella, Bernard. Es la soledad.